Edición:Libros del Asteroide, 2017 (trad. Marina Bornas)Páginas:264ISBN:9788417007041Precio:17,95 € (e-book: 10,99 €)
Toda buena novela negra debe tener estos dos elementos: una trama de suspense, bien construida, de las que invitan a seguir leyendo, y un trasfondo de crítica social, integrado en el misterio, porque la literatura no merece llamarse tal si no empuja a reconsiderar el mundo en el que vivimos, a plantear nuevas preguntas. La chica de Kyushu (1961), del prolífico escritor y periodista japonés Seicho Matsumoto (Kokura, 1909 – Tokio, 1992), de quien también se ha traducido El expreso de Tokio (1958), es una excelente demostración de ello. Kiriko Yanagida, una joven humilde de la isla de Kyushu, viaja a Tokio para reunirse con el prestigioso abogado Kinzu Otsuka, a quien pide que defienda a su hermano, acusado de asesinar a una anciana usurera, un crimen del que, según Kiriko, es inocente. El abogado, sin embargo, no está por la labor de ayudar a una clienta que no puede pagarle. Pasa el tiempo, y el hermano de Kiriko muere en la cárcel. Ella, hundida pero intrépida, tratará de vengarse de Otsuka. Este argumento, tan simple en apariencia, entraña un fino análisis de la sociedad nipona de la época, con sus diferencias de clase y su hipocresía. Por un lado, Otsuka, un hombre con una carrera brillante (Kiriko lo busca, de hecho, porque ha oído hablar de su fama; los pobres solo pueden conocerlo por esto), que no obstante lleva una doble vida en el ámbito privado: uno de los motivos por los que rechaza el encargo es, precisamente, que en ese momento su prioridad es salir con su amante (esta mención a la amante al comienzo de la novela no es casual, como se verá). En el extremo opuesto, Kiriko, una chica sin recursos, pero con principios firmes. Tras la muerte de su hermano, cae en desgracia: no le queda familia, es repudiada en su localidad, pierde su empleo y no le queda otra opción que instalarse en Tokio, la misma ciudad que el abogado, donde trabaja en un bar de mala muerte. Todo empeora para ella, pero sus convicciones, su honradez, permanecen. En medio de ambos personajes está la figura del periodista Keiichi Abe, que descubre el caso por casualidad y decide investigar; Abe encarna el rol del testigo imparcial, aunque su simpatía por Kiriko resulta evidente.Lo que se propone Matsumoto es dar la vuelta al conflicto: convertir a la víctima en verdugo y viceversa, materializar la expresión de que quien la hace la paga o, dicho de otro modo, cada acción conlleva una consecuencia (pero no hay que olvidar que el ojo por ojo también tiene un lado siniestro…). En este sentido, es una novela redonda, con las piezas engarzadas a la perfección y una estructura circular espléndida que pone cada ficha en el lugar que le corresponde. Tiene una dimensión moral que la enriquece, por cuanto sugiere una reflexión acerca del peso de las decisiones en nuestra conciencia y en los demás. Para ello, arma una historia inteligente, con giros sutiles que aumentan de forma progresiva la tensión psicológica. No se limita a llevar a cabo una venganza, no es tan sencillo: antes, muestra las costuras de cada personaje, deja al descubierto lo mejor y lo peor de cada uno. Porque, y esto es lo interesante, ni Kiriko es la víctima todo el tiempo ni Otsuka el vividor despreocupado. El punto de partida es el crimen mal resuelto: se desconoce si el hermano en efecto fue el asesino, pero, aunque lo fuera, no pudo disponer de una defensa a la altura, por lo que todos los implicados están «manchados» por la condena. Y las manchas se expanden. La primera, Kiriko: a pesar de no haber hecho nada propiamente indigno, el deshonor por la acusación a su hermano la lleva a vivir su particular coming-of-ageen unas condiciones humillantes, trabajando de noche en los callejones de Tokio (ese recorrido por los bajos fondos que no puede faltar en una novela negra). Hay un punto de inflexión, de pérdida de inocencia: Kiriko no consumía alcohol, pero en una escena determinada, después de un episodio clave, empieza a hacerlo; la bebida deviene el símbolo de su degradación, del abandono definitivo de la infancia. Otsuka, por su parte, sufre por los remordimientos cuando conoce la muerte del chico. Insiste en la idea de que, en su juventud, sí aceptaba encargos que no le reportaban dinero; con el paso de los años, sin embargo, se ha acomodado, ha perdido el espíritu combativo que sí posee Kiriko. Se ha convertido en un hombre vicioso, corrompido por el éxito. Aun así, no es tampoco el malo de la película: al fin y al cabo, él no puso al hermano de Kiriko en prisión. Esto es lo más espeluznante: que, de la noche a la mañana, sin quererlo, se ve enredado en un caso que no va con él. Lavarse las manos no lo libra del castigo.
Seicho Matsumoto
La chica de Kyushujustifica con creces que a Matsumoto se le considere un maestro de la novela negra. Tiene muchas capas: por la superficie, una intriga entretenida, que te atrapa y no te suelta (si bien adolece de cierta tendencia a la repetición, como su insistencia sobre el carácter de Kiriko, pero en una obra de este género se puede entender la necesidad de recapitular temas); en el fondo, una crítica social lúcida que, aun estando arraigada en la mentalidad tradicional de la sociedad japonesa de mediados del siglo XX (sobre todo, su concepción del escándalo y la infamia, que va más allá del acusado y afecta a toda su familia), sigue vigente en muchos aspectos, como en su denuncia de la desigualdad y del sistema judicial (todo se puede conseguir con un buen abogado, pero pocos logran acceder a él). Además, tiene ese toque oscuro típico de las producciones culturales de Japón, en forma de perversión de los valores, que conduce a un descalabro inevitable. Su mensaje es demoledor: ten cuidado con lo que haces, ten cuidado con lo que decides, porque todo se puede volver en tu contra.