Cuando la chiquilla estuvo ya bastante cerca de nosotros vimos que era muy joven, algo entre una niña y una jovencita, y aquello nos produjo de pronto un estado de absoluta excitación, de modo que Martin se levantó de un salto del banco:—Señorita, soy Milos Forman, director de cine; tiene que ayudarnos.
Extendió su mano y la chiquilla se la estrechó con una mirada infinitamente asombrada. Martin hizo un movimiento con la cabeza señalándome a mí y dijo: Este es mi cameraman. Ondricek , dándole la mano a la muchacha. La chiquilla hizo una reverencia. —Nos encontramos en una situación embarazosa. Estoy buscando exteriores para mi película; tenía que esperarnos aquí nuestro asistente, que conoce bien el sitio, pero el asistente no ha llegado, así que estamos ahora pensando cómo hacer para orientarnos en esta ciudad y en sus alrededores. Aquí el camarada cameraman no para de estudiarlo en este grueso libro alemán, pero ahí, desgraciadamente, no va a encontrar nada. La alusión al libro que no había podido leer en toda la semana de pronto me irritó: Es una lástima que usted mismo no tenga mayor interés por este libro —ataqué a mi director—. Si durante la preparación de sus películas estudiase como corresponde y no dejase el estudio en manos de los cámaras, es posible que sus películas no fuesen tan superficiales y no hubiese en ellas tantas cosas absurdas... Perdone —me dirigí a la chiquilla pidiéndole disculpas—, no es nuestra intención darle a usted la lata con los problemas de nuestro trabajo; es que se trata de una película histórica que se va a referir a la cultura etrusca en Bohemia... Sí —dijo la chica. Es un libro muy interesante, fíjese —le entregué el libro a la chiquilla, que lo cogió con una especie de temor religioso y, al ver que ése era mi deseo, lo hojeó brevemente. Por aquí cerca tiene que estar el castillo de Pchacek —continué—, que era el centro de los etruscos checos... pero ¿cómo podríamos llegar hasta allí? Está muy cerca —dijo la chiquilla y se le iluminó la cara porque su perfecto conocimiento del camino de Pchacek le había brindado un poco de tierra firme en medio de la oscura conversación que manteníamos con ella. ¿Sí? ¿Conoce el sitio? —preguntó Martin fingiendo un gran alivio. ¡Por supuesto! —dijo la chiquilla—: ¡No está a más de una hora de camino! ¿A pie? —preguntó Martin. Sí, a pie —dijo la chiquilla. Pero tenemos coche —dije yo. ¿No le gustaría ser nuestro guía? —dijo Martin, pero yo no continué con el habitual ritual de chistes, porque tengo mayor instinto sicológico que Martin y me di cuenta de que ponernos a bromear nos habría perjudicado y que nuestra única arma en este caso era la más absoluta seriedad. Señorita, no quisiéramos abusar de su tiempo —dije—, pero si fuera tan amable de enseñarnos algunos sitios que estamos buscando, nos haría un gran favor, y le quedaríamos muy agradecidos. Claro que sí —dijo la chiquilla volviendo a hacer una inclinación con la cabeza—, yo encantada... Pero es que... y hasta ese momento no nos habíamos dado cuenta de que llevaba en la mano una bolsa de malla y dentro de ella dos lechugas, tengo que llevarle la lechuga a mamá; pero está muy cerca de aquí y en seguida estaría de vuelta... Por supuesto que hay que llevarle a mamá la lechuga a tiempo y en perfecto estado dije, aquí estaremos esperándole. Sí. No tardaré más de diez minutos —dijo la chiquilla, volvió a hacernos otra inclinación de cabeza y se alejó con esforzada prisa. ¡Vaya por dios! —dijo Martin y se sentó. Estupendo, ¿no? Desde luego. Por esto sí que soy capaz de sacrificar a nuestras dos enfermeras.Pero pasaron diez minutos, un cuarto de hora, y la chiquilla no regresaba. No temas,me consolaba Martin. Si hay algo seguro es que volverá.
Nuestra actuación fue totalmente convincente y la chiquilla estaba entusiasmada. Yo también era de la misma opinión, de modo que seguimos esperando y nuestro deseo de volver a ver a aquella chiquilla de aspecto infantil aumentaba a cada minuto que pasaba. Mientras tanto se nos pasó la hora acordada para nuestro encuentro con la chica del pantalón de pana, pero estábamos tan concentrados en nuestra blanca jovencita que ni siquiera se nos ocurrió levantarnos. Y el tiempo transcurría. -Oye Martin, creo que ya no vendrá —dije por fin. -¿Cómo te lo puedes explicar? Si esa chiquilla creía en nosotros como en Dios. -Sí —dije—, y ésa fue nuestra desgracia. Nos creyó demasiado. -¿Y qué? ¿Acaso querías que no nos creyese? -Probablemente hubiera sido mejor. El exceso de fe es el peor aliado —aquella idea me entusiasmó; empecé a divagar—: Cuando crees en algo al pie de la letra, terminas por exagerar las cosas ad absurdum. El verdadero partidario de determinada política nunca se toma en serio sus sofismas, sino tan sólo los objetivos prácticos que se ocultan tras estos sofismas. Las frases políticas y los sofismas no están, naturalmente, para que la gente se los crea; su función es más bien la de servir de disculpa compartida, establecida de común acuerdo; los ingenuos que se los toman en serio terminan antes o después por descubrir las contradicciones que encierran, se rebelan y al final acaban vergonzosamente como herejes y traidores. No, el exceso de fe nunca trae nada bueno y no sólo a los sistemas políticos o religiosos; ni siquiera a un sistema como el que nosotros queríamos emplear para conquistar a la chiquilla. Me parece que ya no te entiendo,dijo Martin. Es bastante comprensible: para esta chiquilla éramos sólo dos señores serios e importantes. ¿Y entonces por qué no nos hizo caso? Porque creía demasiado en nosotros. Le dio a su mamá la lechuga y en seguida se puso a hablarle de nosotros entusiasmada: de la película histórica, de los etruscos en Bohemia y la mamá... Ya, lo demás ya me lo imagino...me interrumpió Martin levantándose del banco. Por lo demás, el sol ya se estaba poniendo lentamente sobre los tejados de la ciudad; había refrescado levemente y estábamos tristes. Fuimos por si acaso a mirar al autoservicio para ver si por algún error nos esperaba la chica del pantalón de pana. Naturalmente no estaba. Eran las seis y media. Nos dirigimos hacia el coche, con la repentina sensación de dos personas que han sido desterradas de una ciudad extraña y de sus placeres; decidimos que no nos quedaba otro remedio que recluirnos en el espacio extraterritorial de nuestro propio coche. ¡Pero bueno! me gritó Martin en el coche. ¡No pongas esa cara de entierro! ¡No hay ningún motivo para eso! ¡Lo principal aún nos espera! Tenía ganas de objetar que para lo principal apenas nos había quedado una hora, por culpa de Irina y su partida de cartas, pero preferí callar. Además,prosiguió Martin, el día ha sido provechoso: el registro de aquella chica de Traplice, el contacto de la señorita del pantalón de pana; ¡no ves que ya tenemos el terreno preparado, no ves que ya no hace falta más que pasar otra vez por aquí! No protesté. En efecto, el registro y el contacto habían sido realizados estupendamente. Hasta ahí todo era perfecto. Pero en ese momento me puse a pensar que, durante el último año, Martin, aparte de incontables registros y contactos, no había llegado absolutamente a nada que valiese la pena.Extracto del libro de Milan Kundera “El libro de los amores ridículos” 1968.