Pactar
con el diablo.
La
chispa de la vida es una película hija de la su tiempo. Y de
ella se aprovecha su director para disparar con bala sobre todas
aquellas cosas, que rodean la sociedad, que no le gustan o le
molestan soberanamente. En ese sentido, la película se comporta
como un mono con dos pistolas, aunque de certera puntería,
vaciando su cargador sobre temáticas tan variopintas como: la crisis
económica, el desempleo, las corruptelas políticas, los medios
informativos, la prensa del corazón, la burocracia, los bancos, los
intermediarios y, sobre todas las cosas, de la falta de escrúpulos
de sociedad actual. Malos tiempos para la lírica.
El
protagonista de la cinta es un publicista en paro que a pesar de
recurrir a antiguos contactos y viejos amigos no consigue que nadie
del sector le de una nueva oportunidad para trabajar. Después de un
día de perros y tras una serie de desgraciados equívocos, el hombre
terminará en la inauguración de un teatro y, después de acceder a
una zona restringida, acabará precipitándose al vacío desde una
altura considerable. No obstante, la caída no le matará, y ya se
sabe que lo que no te mata te hace más fuerte. En este caso lo
fuerte debería interpretarse como una metáfora de la rotunda barra
de hierro que quedará alojada en la parte posterior de su cabeza y
que le llegará hasta el cerebro. Como la inauguración del recinto
está llena de cámaras y reporteros, la prensa no tarda en hacerse
eco de la noticia, asediando al pobre tipo postrado en el suelo.
Quieras
que no, tener una barra de hierro que te atraviesa la cabeza es una
de esas cosas que suelen comportar cierto riesgo para la vida humana
y, tras la visita de un médico, le comunican que no lo pueden
trasladar a un hospital porque no sobreviviría el traslado. Es en
ese momento que la cabeza de publicista del tipo empezará a trabajar
a marchas forzadas (o será un efecto secundario de la barra de
hierro, ustedes deciden), pero el protagonista empezará a mover los
hilos para aprovechar esta insólita atención mediática.
Lo
cierto es que la trama de la película termina pareciendo un cruce
entre Tiburón (Steven Spielberg) y El gran carnaval
(Billy Wilder). La primera por el comportamiento de los dueños del
museo que primero quieren esconder el accidente a los miembros de la
prensa y que, una vez la noticia sale a la luz, llegan a poner en una
balanza la vida humana y el beneficio económico propio. La segunda,
más clara todavía, porque un accidente termina convirtiéndose en
noticia de portada y fuente de ingresos, a la vez, convirtiendo las
miserias humanas en una lucrativa máquina de generar dinero. El
morbo vende, y cuanto más morboso resulte el caso más beneficios
generará.
Álex
de la Iglesia vuelve con una historia algo más pequeña de lo
que nos tiene acostumbrados, pero igualmente crítico e incisivo con
todo aquello que le desagrada. La pareja protagonista, además,
resulta, como poco, sorprendente: José Mota, reputado cómico
televisivo cuya única participación en cine corresponde a su papel
secundario en Torrente 3; y Sama Hayek, toda una
estrella de Hollywood, que tampoco es que esté pasando por su
momento de mayor popularidad. Tema aparte es la flagrante falta de
química entre ambos (algo que ya empieza a resultar habitual en la
carrera del director). Además la película dispone de toda una
retahíla de nombres importantes para encarnar a los personajes
secundarios como para mear y no echar gota: Blanca Portillo, Juan
Luis Galiardo, Fernando Tejero, Santiago Segura, Carolina Bang,
Juanjo Puigcorbé, Antonio de la Torre, Antonio Garrido, Nacho
Vigalondo y Guillermo Toledo, entre otros.
La
cinta termina resultando ser una grotesca y mordaz sátira de la
sociedad actual, encarnada una vulgar barra de metal. A pesar de
ello peca por resultar excesivamente irregular: cuando se pone
dramática, no resulta excesivamente profunda; cuando se pone
solemne, no logra convencer; cuando se pone irónica, resulta poco
sutil; pero cuando se viste de comedia negra, saca a relucir toda su
mala leche y su veneno. Además, resulta un proyecto extraño
viniendo de Álex de la Iglesia, alguien a quien estamos
acostumbrados a ver en proyectos más pomposos y grandilocuentes.
Aquí nos encontramos con una cinta que parte de una premisa que
podría pertenecer a algún capítulo de una posible serie llamada
“historias extraordinarias”. A pesar de todo la película logra
lo más importante: aguantar la tensión. Y lo consigue con una trama
que empieza dubitativa, que enloquece a raíz del accidente que
desencadena los acontecimientos, y que saca lo mejor de sí cuando
toda la mierda sale a relucir.
Resumiendo:
Irregular sátira cargada de veneno que no duda en cargar contra lo
más granado de nuestra sociedad.