La Chistera
La noche se mostraba clara, iluminada por las hogueras de San Juan y un radiante plenilunio. Estábamos en círculo danzando y riendo entrelazados al compás de un mismo acorde. Nunca había presenciado ese espectáculo embrujador donde el fuego hechiza los sentidos, conduciéndote al corazón mismo de las llamas en un viaje de doble dirección: de ida, hacia las cenizas; y de vuelta, hacia los sueños… Por unos segundos desvié la mirada, y eso fue precisamente lo que me pareció aquella visión: un sueño, o más bien una alucinación. Un hombre extraño, ataviado con chaqué, se acercaba. De su mano derecha pendía un maletín a juego con la indumentaria. Una chistera negra cubría su cabeza. Se asemejaba a un caballero inglés del siglo XIX.
Caminaba por la arena aproximándose a la orilla. Al llegar, antes de que las primeras gotas saladas rozaran sus extremidades inferiores, se detuvo. Contempló el vasto mar ensombrecido y, tras posar el maletín, se encorvó desatándose los cordones de los zapatos
en negro brillante. Después se desprendió de la levita y procedió de igual modo con el chaleco. Se deshacía de las capas como quien pela una jugosa cebolla. Arrojaba las prendas sobre la superficie arenosa, desperdigándolas. Sus dedos maniobraron prescindiendo de los tirantes y desabrochándose el botón del pantalón con la raya bien marcada, llegando el turno de la camisa blanca tras desanudar la corbata.
…¿Y ahora?… ¿Qué demonios estaba haciendo?... ¡Dios mío!...
Su ropa interior corrió la misma suerte, quedándose en cueros, como su madre lo trajo al mundo, solo su cabeza techada por la chistera. Se introdujo en el agua bañando su cuerpo con las atemperadas olas. Cuando dejó de hacer pie agitó los brazos alejándose hasta casi perderse de vista. El sombrero aún flotaba, era la única referencia del hombre. Permanecimos estupefactos. Alguien dio aviso a emergencias y un helicóptero de salvamento se presentó en el lugar. Iluminó la zona y, avistándolo, le lanzó una cuerda.
Aquel reaccionó e hizo lo que se le sugería siendo trasladado a tierra firme.
Con el ánimo enfurecido por la inoportuna interrupción, el cuerpo tiritando por el frío, encogido, el vello de punta y su miembro viril arrugado como un higo seco, caminó dignamente, luciendo con orgullo la chistera, dirigiéndose a la maleta ante la atenta mirada de todos. La abrió con parsimonia, extrajo una toalla, la sacudió ceremoniosamente, y envolvió sus partes pudendas. Ante tal desconcierto uno de los presentes se atrevió a preguntar:
—¿Pero qué pretendía usted, hombre?
—Me estaba dando un baño de luna —respondió con tono solemne.
—¿Y la chistera?
—¡Pobre ignorante! —exclamó compadeciéndose del interviniente— ¿Acaso cree que estoy loco? ¿No sabe usted que a estas horas los rayos lunares son muy perniciosos para las neuronas?
Texto: Macarena Alonso Gómez