La ciudad contemporánea y el urbanismo se constituyen, fundamentalmente, como proyectos de dominación que tienen por objeto la destrucción de los espacios públicos y del tejido social existente en ellos para impedir la organización política de base. Desde sus remotos orígenes, con la constitución de ciudades medievales en el siglo XI, la problemática de la concentración de una pluralidad de personas en un mismo espacio compartido fue uno de los enemigos fundamentales de reyes, príncipes, Iglesias y Estados. Por entonces, campesinos, artesanos, obreros asalariados e, incluso, pequeño burgueses, pusieron en marcha, en algunas ciudades y no siempre libres de contradicciones, constituciones políticas que fueron dando lugar, con el tiempo, a discursos sobre la posibilidad del autogobierno. La cuestión fundamental en estos discursos fue cómo organizar a esa pluralidad de personas y grupos, cómo podía conseguirse que todos formaran parte, en condiciones de igualdad, del ejercicio del autogobierno. El objetivo era, al fin y al cabo, juntarse para poder hacerle frente, entre todos, a una nueva y compleja realidad.
A partir de entonces, el urbanismo se plantearía estos discursos como el enemigo a combatir. Para ello, había que proyectar una ciudad donde los espacios públicos y las relaciones sociales plurales quedaran aniquilados. En el siglo XVI, la constitución del Estado moderno mermaría considerablemente los discursos del autogobierno. Es más, podemos decir que el Estado moderno se constituye desde el momento en el que desarrolla un dominio sobre la ciudad que destruye los fundamentos y las posibilidades del autogobierno. Sin embargo, el mismo Estado moderno iba a desarrollar un nuevo tipo de ciudad que le era necesaria y consustancial.La ciudad moderna, fundamento de la contemporánea, iba a dar lugar a nuevas modalidades de espacios urbanos y relaciones sociales focos de nuevos problemas. Estos problemas explotaron de modo manifiesto alrededor del siglo XVIII, cuando la explosión demográfica y las diferentes revoluciones industriales y tecnológicas, trasformaron irreversiblemente la ciudad. El aumento de la población, la complejidad progresiva de los aparatos productivos y de las relaciones mercantiles y comerciales, acabaron por consolidarla como un espacio de concentración de poder, capital y personas. Y fue aquí donde el urbanismo encontró el objeto definitivo donde aplicarse: evitar que la concentración de personas diera lugar a revueltas y revoluciones.
Así, a la par que las convulsiones políticas de la Edad Moderna, el urbanismo fue consolidando sus nuevas prácticas y discursos. Uno de los mecanismos clásicos del urbanismo, poco estudiado en cuanto tal, ha sido y es el encierro de personas en instituciones disciplinarias. El Estado moderno, desde sus orígenes en el siglo XVI, pero sobre todo a partir del siglo XVIII, multiplicó estas instituciones y, al hacerlo, construyó un nuevo modelo de ciudad o, más bien, hizo frente a las problemáticas sociales que esa ciudad trajo consigo. Cárceles, hospitales, psiquiátricos, escuelas, fábricas son, antes que ninguna otra cosa, instituciones urbanas construidas para atacar la revueltas y las revoluciones de la Edad Moderna. El objeto fundamental de estas instituciones es constituir delincuentes, enfermos, locos, alumnos, trabajadores. El encierro logra, a través del control de unas prácticas ordenadas en un espacio y un tiempo determinado, categorizar y etiquetar a las personas de tal modo que estas no puedan desarrollar sus relaciones sociales de modo satisfactorio. Un delincuente, un enfermo, un loco, un alumno, un trabajador, son personas que, por definición, están separados de los otros, encontrándose con obstáculos espaciales, temporales y corporales para relacionarse. Quebrando de este modo las relaciones sociales, el urbanismo impide que las personas, diferentes y plurales, se relacionen en condiciones de igualdad, fundamento del autogobierno. Sustituye la diferencia y la pluralidad por un etiquetado que separa a las personas y las convierte en cuerpos disciplinados sin relación social ni potencialidad política. Pero quizás, en la ciudad contemporánea, la técnica dominante del urbanismo no sea el encierro de personas en instituciones disciplinarias. Con la importancia crucial que estas siguen teniendo sobre la existencia de los cuerpos disciplinados, poco a poco, de múltiples formas, sus puertas se van abriendo y sus muros cayendo. Con ello, esta nueva técnica que se apunta tiene una vieja historia.
Si se recoge el concepto de " ciudad capitalista " hay que hacerlo en un sentido preciso. No tanto porque la ciudad sea capitalista al seguir la lógica de producción y acumulación de beneficios, sino porque el capital es urbano al desarrollar unas técnicas de dominio que se comprenden, fundamentalmente, por construir un tipo de ciudad con un claro objetivo político. Así, el liberalismo, desde el siglo XVIII hasta hoy, a la vez que apuesta por la no intervención del Estado en la economía, potencia un incremento exponencial de sus poderes sobre la sociedad. O mejor: el liberalismo defiende una intervención máxima del Estado sobre el medio (urbano) donde se desarrolla el mercado, para que este lo haga de modo óptimo. Por ello, la ciencia del liberalismo es el urbanismo, la construcción de una ciudad determinada, y no solo como el enésimo mecanismo de obtención de beneficios, sino como un nuevo modo de dominar a las personas, de destruir espacios públicos y relaciones sociales.
Al fin y al cabo, una nueva técnica para destruir, constante y sistemáticamente, los fundamentos del autogobierno. Se podría decir, siguiendo interpretaciones economicistas, que el Estado liberal busca, con la intervención urbana sobre la sociedad, que esta funcione según una lógica empresarial, es decir, que cada persona se convierta en un pequeño empresario produciendo y acumulando capital. Pero lograr que las personas conciban su existencia como una empresa tiene una relevancia política más allá de la lógica del beneficio.
La ciudad contemporánea y el urbanismo
Cuando el urbanismo despliega una serie de políticas generales sobre el medio urbano donde se encuentra la población, construyendo hábitats saludables a la medida del ciudadano, urbanizando y renovando calles y plazas, ejecutando políticas sectoriales de viviendas y análisis medio-ambientales por barrios, no está solo persiguiendo intereses económicos. Cuando el urbanismo empieza a tener en cuenta la situación vital del conjunto de los ciudadanos, cuando se hace cargo de las cuestiones de la higiene, de la salud, de la alimentación saludable, de la integración social, tiene como objetivo fundamental la construcción de una nueva realidad. Esta será una vida cotidiana profundamente desarrollada y diversificada, con un mercado de modos de vidas diferentes al que los ciudadanos pueden acceder de modo continuado. La consecuencia de esto será una cotidianeidad generalizada tan absorbente que cualquier proyecto que la trascienda, como el proyecto colectivo del autogobierno, pierde significado y se hace más y más difícil. Este texto está escrito en una época en la que diferentes países Occidentales sufren acontecimientos históricos sin que las condiciones de la vida cotidiana de sus ciudades se vean alteradas de ningún modo. En Japón, las personas siguen haciendo cola para acceder a instituciones y supermercados, cuando sus narices empiezan a respirar sustancias radioactivas que ponen su supervivencia en riesgo. En España, cuatro millones y medio de personas han dejado de tener ingresos económicos y la vida cotidiana de sus ciudades sigue como siempre.
El urbanismo ha logrado construir el medio en el que la obsesión por la vida imposibilite que los acontecimientos históricos y políticos logren adquirir la significación necesaria para alterar las cosas. Lo único que importa es vivir. En este sentido, es necesario apuntar como la obsesión por nuestras vidas cotidianas ha calado hondo incluso en el pensamiento que se pretende heredero de los discursos del autogobierno. De tal modo es así, que la política ha dejado de ser una reflexión sobre ello, para convertirse fundamentalmente en un discurso de cómo vivir de modo diferente. Parece como si la historia se volviera a repetir. En la actualidad, se comprende de modo mayoritario que, en líneas generales, el movimiento obrero, al no realizar una crítica del concepto de 'trabajo' y ocupar las industrias como los medios de producción del momento, no hizo sino reproducir la lógica del capital.
Sin embargo, en un tiempo en que el medio de producción dominante es la reproducción de la vida cotidiana en las ciudades, los diferentes movimientos sociales despliegan una multitud de experiencias vitales alternativas (identidades, autogestión, etc.) cuya consecuencia fundamental es la producción y reproducción del mercado existencial que el urbanismo busca desplegar. La situación política ha llegado aun punto crítico. Cada vez que se le quiere hacer frente a una problemática de la ciudad moderna, se propone un modo de vida diferente y alternativo. Es decir, la utopía ha ocupado el papel de la realidad. La situación llega a ser irritante cuando se piensa que estos voluntaristas quieren hacer como si nada hubiera pasado, como si cinco siglos de urbanismo pudieran ser superados aquí y hoy. Por eso, cada vez que se le quiere hacer frente a un problemática de la ciudad moderna, se ocupan espacios y se realizan encuentros. Sin embargo, la historia del urbanismo es la historia que constituye la actualidad: destrucción (casi) definitiva de los espacios públicos y de las relaciones sociales. Si no se parte de esto, los discursos que se pretenden herederos de la tradición del autogobierno seguirán sin entender a su tiempo y a sus vecinos.