LA CIUDAD DE LA OLIVA, TIERRA DE LOS CELTAS
Mucho se podría escribir sobre Vigo, la hermosa “Ciudad de la Oliva”, conocida también por el merecido blasón de “Ciudad fiel, leal y valerosa”. Sin embargo, sería absurdo abordar para ello deficiencias actuales, que no son peculiares solamente de la hermosa ciudad gallega, puesto que si en Vigo existen difíciles situaciones laborales, no son únicamente propias del lugar, ni tan siquiera nacionales, puesto que, hoy día, el ámbito es mundial. Por otra parte, si se intentase subsanar con un oportuno comentario alguna deficiencia urbanística o de comunicación, habría que hacerla extensiva a las demás provincias gallegas.
Yo, por mi parte, prefiero evocar a Vigo como la hermosísima ciudad que se asienta a la falda del impresionante monte Castro, junto a la espaciosa ría de su nombre que, en los amaneceres luminosos desdobla entre sus aguas todos los colores del iris, y a la cual los celtas eligieron para su descanso en su largo deambular por el mundo, cuando era tan solo un vergel de hortensias, acacias y margaritas silvestres que crecían sin concierto bajo la luz del sol y el perfume agreste de los pinos. Vigo fue de este modo, la tierra predestinada para esa raza enigmática y andariega, a la cual dotaron de su idiosincrasia y peculiaridades. Los celtas eran, indudablemente, muy superiores a las demás razas nómadas de su época; pero la verdad es que nadie sabe de dónde procedían, puesto que a las muchas suposiciones e investigaciones, siguen siendo un enigma indescifrable. Sin embargo, es indudable que las raíces del pueblo vigués están en esa raza privilegiada, de desconocido origen. Son varios los historiadores que afirman que llegaron desde la antigua y lejana Asia, cruzando infatigables los desfiladeros de los Alpes, o posiblemente por las rutas del mar. Pero también existe una leyenda en la que se cuenta que eran náufragos de la perdida y fantástica Atlántida.
No obstante, la verdad es que ellos buscaban un lugar que les recordase a su pueblo de origen, y por lo mismo se afianzaron y crearon raíces, en una tierra hermosa, verde, húmeda, tibia de niebla y de lluvia, pero también acariciada por el sol. Y fue por eso por lo que escogieron a Galicia. Y de toda Galicia, de un modo especial, a una ciudad cobijada por un monte y arrullada por el mar. Esas gentes tan distintas como superiores a todas las su época, fundaron en aquel lugar una incipiente ciudad, que más tarde llegaría a ser la Vicus Spacorum de los romanos. Pero, retornando a los celtas, es digno de recordar que el historiador Diodoro de Sicilia, nacido en el siglo I, antes de Cristo, en uno de los libros de su famosa Biblioteca de Historias, a esa raza emigrante, la define así: “Los celtas son muy humanos con los extranjeros, y en viniendo uno de otra tierra a la suya, le hospedan con tanta benignidad, que a porfía compiten con quien le ha de hacer mayor honra y regalo, y alaban y tienen por bien aventurados y amigos de los dioses, a los que eligen a los extranjeros para hospedarse en su casa”.
También el padre Martín Sarmiento, tan sabio como buen observador, en su “Método para pasear y patear todo el Reino de Galicia”, afirma que “los celtas se derramaron por todas partes”, y como consecuencia de su observación, podemos afirmar que el afán andariego de esta excepcional raza, hizo que enraizaran en la ciudad marinera viguesa, que les dio cobijo entre la tierra próspera y el bravo mar. Sin embargo, cuando todavía en mi infancia, yo ignoraba todas estas investigaciones históricas, el nombre de Vigo “La Ciudad de la Oliva” quedó grabado en mi mente de un modo imperecedero, cuando mi padre me dijo en una ocasión:
“Para nosotros, los gallegos, nunca han existidos las grandes distancias”. Por aquel entonces, yo no acerté a comprender que hacía referencia a su larga experiencia de emigrante. Sin embargo sentí un inexplicable sentimiento de infantil emotividad cuando él, extendiendo su brazo en un gesto elocuente que parecía querer abarcar todo el Atlántico, añadió: “Mira… mismo frente a Vigo está Nueva York”.
Josefina López de Serantes
El Ideal Gallego, 14 de Febrero de 1984