Revista Cultura y Ocio
Luces de neón, elongados tentáculos policromados, ascienden hacia un cielo plúmbeo como si quisieran peinarle las canas. Es la primera ciudad que avista Abraham en los últimos dieciséis días. Como en las anteriores ocasiones, tras la estela infinita del desierto, surge una aparición, un espejismo con forma de edificios monumentales. Desde las atalayas de las azoteas aristocráticas le observan hieráticos rostros de héroes mitológicos y nobles caballeros de abolengo. Las calles están vacías, alfombradas de hojas de arce secas, follaje y hierbajos silvestres. Vehículos destartalados, detenidos para siempre en medio de una autopista que, según reza un cartel enorme que ha colapsado sobre elasfalto gris, se dirige hacia Jerusalén. Abraham se siente fatigado por momentos, somnoliento, acaso acunado por el murmullo del viento que suena a canción de cuna. La luz matinal es difusa y grisácea, como si la contemplara a través de una tupida malla de telarañas. Un tiovivo no para de girar, más allá un circo ambulante y una carpa que invita a pasar. Abraham tiene hambre y frío y no lo duda. Tiene que haber alguien en alguna partedel mundo; no puede estar solo, tiene que haber alguien, murmuran sus labios gruesos y resecos.
Hay restos de vida "borrada" por todas partes. Un café humeante y comida fresca, dispuestos sobre una mesa con cabeza de elefante bajo la carpa, junto a la jaula de un tigre que parece dormido. Abraham se acerca medroso y escudriña su entorno, en busca de otros seres humanos que le ayuden a acarrear el fardo insoportable de la soledad universal. El tigre abre los ojos y emite un rugido cadencioso que tiene mucho más de saludo amistoso que de feroz advertencia. Está sólo, quién sabe desde cuándo, atrapado en un mundo vacío, muerto de hambre, de miedo y frío. Música lejana, escaparates con las luces encendidas, maniquíes vestidos de estío que le observan con la esperanza de cobrar vida y acompañarle en su desdichado peregrinaje hacia ninguna parte. Abraham acaricia la testa rayada del felino. Éste se deja mimar, agradecido, convertido ya en su único mejor amigo del mundo. Quisiera preguntarle qué ha sido de la gente que habitaba en esta gran ciudad desnuda. El tigre emite un rugido entrecortado y somnoliento, como si quisiera confesarle que estuvo dormido, que en la ciudad del sueño todo es quietud, silencio y enigmas insondables. Se miran con complicidad. Ambos están solos y asustados, buscan respuestas en el eco del vacío eterno. La carpa, el circo, el tiovivo que no cesa de girar, los vigilantes de piedra en las azoteas, son espectadores de su desconcierto, de su sueño eterno, una pesadilla que no cesa, como el oleaje de un mar enfurecido con la tierra y el mismísimo cielo.
Los recuerdos quieren ahora posarse en la imagen de un niño albino, apoyado contra los muros de una iglesia en Belén. Está escuchando, buscando, rastreando... Tiene que olvidarle, de inmediato. Es nocivo su recuerdo, le aturde y contamina. El tigre le observa como si comprendiera el tormento que le quema el alma. Abraham aún puede sentir en su mente cómo trataban de abrirse paso los lúgubres pensamientos del albino: laberintos oscuros y tortuosos, un planeta humeante y rocoso devastado por la oscuridad y un tímido fulgor creciente, emanando de una especie de núcleo subterráneo en estado de ebullición.
Por un instante cree saber de dónde proviene esa energía ignota, pero la certeza de ello es insoportable y la desdeña de inmediato. El albino no era humano, era otra cosa... era "algo" indescriptible, era un emisario de "lo que se ha llevado a la gente".
Hay una ganzúa formidable junto a la jaula que le sirve para liberar de su cautiverio al depredador rayado. Le lame agradecido cuando al fin puede abandonar la celda. Está delgado, carnes magras y mollares que piden a gritos alimento y ejercicio. Abraham no siente miedo; el tigre no le hará daño. Ahora son amigos y aliados en un mundo vacío. Juntos abandonan la ciudad del sueño eterno, con sus luces de colores pintando el cielogris, chatarra con ruedas inerte, música festiva para un público silente y ausente y unos jueces de piedra que observan su partida con la pena cincelada en sus ojos dormidos.