Revista Libros
Mario Vargas Llosa.La ciudad y los perros.Edición de Dunia Gras.Cátedra Letras Hispánicas. Madrid, 2020.
-CUATRO -dijo el Jaguar.Los rostros se suavizaron en el resplandor vacilante que el globo de luz difundía por el recinto, a través de escasas partículas limpias de vidrio: el peligro había desaparecido para todos, salvo para Porfirio Cava. Los dados estaban quietos, marcaban tres y uno, su blancura contrastaba con el suelo sucio.”-Cuatro -repitió el Jaguar-. ¿Quién?-Yo -murmuró Cava-. Dije cuatro.-Apúrate -replicó el Jaguar-. Ya sabes, el segundo de la izquierda.
Ese es el inolvidable comienzo de La ciudad y los perros, que desde su aparición en 1963 se convirtió en una obra de referencia de la renovación narrativa en lengua española. Mario Vargas Llosa tenía poco más de veinticinco años, hasta entonces solo había publicado un libro de cuentos, Los jefes, y con esa primera novela había ganado el premio Biblioteca Breve del año anterior.
Su trascendencia y repercusión en España, donde obtuvo el Premio de la Crítica de 1964, fueron inmediatas. Como El siglo de las luces y La muerte de Artemio Cruz, que habían aparecido un año antes, como Rayuela, que es de ese mismo año, La ciudad y los perros fue desde el momento de su publicación una de esas obras fundacionales en las que se cimentó la nueva novela hispanoamericana.
Vargas Llosa compartía con otros novelistas hispanoamericanos una enorme capacidad para renovar la novela a base de integrar tradición y modernidad, es decir, las novedades narrativas del siglo XX con elementos característicos de la novela clásica. Eran los nuevos novelistas que -en palabras de Javier Cercas- “querían ser a la vez Faulkner y Flaubert, Joyce y Balzac.”
La ciudad y los perros es el resultado de un asombroso despliegue verbal y técnico en torno a la vida de los cadetes -'los perros' en la jerga limeña- del colegio militar Leoncio Prado, en donde el propio Vargas Llosa fue alumno dos años. Asentada en la vivencia personal del horror y de la violencia que el autor sufrió en carne propia, es también un exorcismo de sus experiencias negativas. Así lo explicaba en el prólogo que escribió en 1997 para la novela:
“Comencé a escribir La ciudad y los perros en el otoño de 1958, en Madrid, en una tasca de Menéndez y Pelayo llamada El Jute, que miraba al parque del Retiro, y la terminé en el invierno de 1961, en una buhardilla de París. Para inventar su historia, debí primero ser, de niño, algo de Alberto y del Jaguar, del serrano Cava y del Esclavo, cadete del Colegio Militar Leoncio Prado, miraflorino del Barrio Alegre y vecino de La Perla, en el Callao; y, de adolescente, haber leído muchos libros de aventuras, creído en la tesis de Sartre sobre la literatura comprometida, devorado las novelas de Malraux y admirado sin límites a los novelistas norteamericanos de la generación perdida, a todos, pero, más que a todos, a Faulkner. Con esas cosas está amasado el barro de mi primera novela, más algo de fantasía, ilusiones juveniles y disciplina flaubertiana.”
Novela de aprendizaje y bajada a los infiernos, la intensidad de su prosa conjuga la aportación de elementos renovadores con la concepción clásica de la narración dotada de un argumento que atrapa la atención del lector
Sostenida sobre un esquema inicial de novela negra y con una estructura binaria de vaivén entre la ciudad y el colegio que se anuncia ya en el título, en La ciudad y los perros se proyecta una mirada crítica sobre la sociedad peruana de los años cincuenta.
Entre el presente y el pasado, entre la mirada externa y el monólogo interior, entre el recinto cerrado y la ciudad abierta, entre el narrador subjetivo y el omnisciente y distante, el cruce de historias, la influencia de la técnica cinematográfica, el perspectivismo y la discontinuidad provocadas por el cambio de voces narrativas y los saltos temporales y espaciales, La ciudad y los perros tiene su núcleo de sentido en la animalización y la degradación de los personajes en una jungla, o mejor en un zoológico jerarquizado en torno a una serie de normas y de conculcaciones.
La violencia a la que solo sobreviven los más fuertes tiene su reflejo en una crudeza verbal paralela a la brutalidad de los personajes y las acciones. Se compone así un microcosmos que refleja no solo a la sociedad peruana, porque su representación puede extenderse también a la situación de América Latina y -aún más allá- a la degradación de la condición humana y al fracaso de las relaciones personales a través de un conjunto de personajes como el Jaguar y el Boa, Alberto, el poeta, o el esclavo Arana con el telón de fondo de la dictadura del general Odría.
Cátedra Letras Hispánicas la incorpora a su catálogo en una edición monumental preparada por Dunia Gras, que ha escrito un extenso ensayo introductorio de más de doscientas páginas en el que califica La ciudad y los perros como “una obra fundamental, de una precocidad avasalladora y contundente [...] que, para buena parte de la crítica, va a representar el inicio de esa explosión intercontinental y transatlántica que va a conocerse como el boom de la novela hispanoamericana, con epicentro en Barcelona como capital editorial del libro en español.”
Un brillante ensayo en el que se rastrean la prehistoria y el sustrato autobiográfico y literario del que se alimenta la novela, que tuvo como primer título Los impostores, el proceso de redacción y publicación, la intrahistoria del premio, los problemas con la censura o la favorable acogida crítica, antes de un espléndido análisis de sus mecanismos narrativos, su estructura, su carácter polifónico o del tratamiento del tiempo y el espacio.
Dos apéndices finales estudian las versiones desde los manuscritos a los mecanoscritos y a la edición final y aportan materiales gráficos que ofrecen algunas muestras de ese proceso y reproducen varias notas de prensa en torno a La ciudad y los perros, una novela con la que, en palabras de Dunia Gras, Vargas Llosa “no solo logró exorcizar sus demonios tempranos y romper con las expectativas narrativas de su época, sino que logra todavía, tantas décadas después, emocionar y sorprender al público lector, sin fronteras de espacio ni de tiempo, como el clásico que es.”
Santos Domínguez