Revista Libros
Explicó muy bien el zoólogo Desmond Morris, en su libro El mono desnudo, que el ser humano “es un mono muy parlanchín, sumamente curioso y multitudinario”. Y el pensador Francisco Giménez Gracia, con su obra ensayística La cocina de los filósofos, añade un matiz más (un matiz importante) a esa zumbona definición, que la completa y enriquece: “El hombre es un mono cocinero” (p.30). Para demostrar dicha tesis va recorriendo la historia del pensamiento occidental y nos va trasladando chocantes anécdotas relacionadas con el mundo de la comida: la inmensa repugnancia que Pitágoras sentía por las habas, la parva dieta de los espartanos, la pantagruélica voracidad de santo Tomás de Aquino, la juventud gastronómica de Leonardo da Vinci (quien pasa por ser el inventor de la servilleta, y que se embarcó en la aventura de montar una taberna junto al pintor Sandro Botticelli), el odio de Nietzsche hacia los vegetarianos, la muerte de Condorcet por ignorar la composición exacta de una tortilla o las deliciosas relaciones freudianas entre el sexo y la comida. Ahí es nada.Pero lo más atractivo de este volumen no es (con serlo mucho) el caudal de sus erudiciones insólitas, sino el modo feliz en que el autor enfoca la redacción de estas páginas. Julián Marías afirmaba en el prólogo de su obra Al margen de estos clásicosque le repugnaba la idea de que sus textos pudieran ser ilegibles para sus lectores. Y da la sensación de que Francisco Giménez Gracia transita el mismo sendero y siente parecida náusea ante lo oscurecido (que no es lo mismo que lo oscuro). De ahí que recurra al humor, a la filigrana irónica, al sarcasmo, como plantillas para ir dibujando sus párrafos e ir construyendo lenta, secreta, eficazmente, la pirámide de sus tesis: que la auténtica Civilización, la auténtica Humanidad, surgió de las cocinas y de la confección amorosa, abnegada y tierna de sus platos. Por eso afirma sin ambages que la gastronomía “es el primer acto de amor que ejecutaron nuestros antepasados” (p.79). Giménez Gracia ya había demostrado sobradamente su clase como narrador (Sacristanes y proxenetas) y como ensayista (La leyenda dorada de la filosofía). Este libro constituye, pues, la prolongación de una brillante saga.