La familia, ¿dónde mejor que reunida en la cocina?
En casa hubo un tiempo en que se impuso una regla no escrita según la cual, cada mañana, estábamos obligados a someternos a las órdenes de Rosi, la mujer que ayudaba a mi padre y mi madre en las tareas del hogar. Durante años nos habíamos acostumbrado a levantarnos con mamá: se acercaba a la cama y nos movía solo un poco, con cuidado, hablando bajo para despertarnos sin sobresaltos; luego nos sentábamos, muy despacio, y nos ponía un calcetín, luego el otro, luego la camisa, un zapato, el otro… Si te picaba el sobaco, te ponía talquistina y si tenías sed, iba a la cocina y te traía un vaso con agua. Después de un beso de buenos días, pasábamos a la cocina, donde mi padre nos sorprendía con un Nesquik tibio y unas rebanadas de pan con mantequilla. Puro lujo y comodidad.
Todo cambió con su llegada. Vino recomendada por mi tía la siquiatra, que consideraba que estábamos mal acostumbrados. Según decía, ella tenía las claves para reconducirnos y hacernos unas personas autosuficientes. Por eso nos sometió a las órdenes de Rosi, la Iván Pávlov de las amas de casa. De entrada, a las siete de la mañana te pegaba un grito que te cagas, en vez de traerte agua te la tiraba a la cara y te agarraba por el pijama, como a un perro, para sentarte en el bordillo de la cama. Entonces nos lanzaba los calcetines, los calzoncillos y la camiseta y nos obligaba a ponérnoslos nosotros solos, metiéndonos prisa. Y de Nesquik, ni hablar: veíamos peligrar hasta nuestro propio desayuno.
—¡A ver, rapidito! ¡Que ya están llegando para desayunar y tengo que hacer café!
—¿Quién está llegando —pregunté.
—¿Quién va a ser? La familia —respondió.
Lo que no sabían mi padre y mi madre es que al contratar a Rosi contratabas también a su padre, Matías; su madre, Carmen; a su hijo Dioni; a José, su novio, y a su sobrina Lola. Aprovechaban que vivíamos enfrente del centro de salud de La Laguna y antes de ir a la revisión del abuelo hacían escala en nuestro piso para desayunar. Se metían en la cocina y no había quien los sacara de allí. Mientras nosotros peleábamos con los calcetines y los cordones de los zapatos, ellos se hartaban a pan con mantequilla y cortados de nuestra despensa.
Matías llegaba como si se hubiera despertado en la habitación de al lado, con una bata a cuadros, el pijama y unas pantuflas de franela y suela de goma. Tenía un bigote como el de Dalí, pero más despeinado, que metía dentro de la taza a cada sorbo de café con leche. Siempre acababa goteando y pringado de mantequilla. José, el novio de Rosi, no hacía más que fumar y beber cerveza, mientras que Carmen solía entretenerse arreglándole el pelo a Lola, que como nosotros tenía que ir al colegio. La cocina era pequeña y allí no cabía nadie más, así que nosotros nos conformábamos con un vaso de leche fría, sentados en la cama. Y eso solo si nos habíamos puesto bien los calcetines.
Un domingo, mientras comíamos con nuestros padres en el restaurante Casa Arturo, vimos de lejos a Matías, sentado en la barra. Llevaba un traje negro con rayas blancas y un sombrero oscuro de fieltro. Estábamos acostumbrados a verlo en bata y casi no lo reconocimos así vestido. Con una mano sujetaba una copa de coñac y con la otra un puro apagado. Estaba acompañado por tres hombres, también arreglados. Parecía que celebraban algo.
—¡Mira mamá, el abuelo Matías! —exclamamos sorprendidos. Aunque no nos hacía gracia que se comiera nuestro desayuno, ya formaba parte de nuestro paisaje cotidiano y nos alegró encontrarlo en la calle, fuera de su hábitat natural: nuestra cocina.
—¿Abuelo Matías? ¿Quién es Matías? —respondió mi madre.
—Es el señor que viene por las mañanas en bata a desayunar a casa, con su familia.
—¿Familia? ¿De qué carajo de Matías en bata y de familia están hablando?
—La familia que se mete en casa por las mañanas a beber café, a fumar y a comerse nuestra comida.
Esa fue la última vez que vimos a Matías. Él, José, Carmen y Lola no volvieron a venir a casa por las mañanas y Rosi estuvo molesta algún tiempo, pero se le pasó. Aquel primer lunes sin la familia celebramos con un festín de Nesquik y pan con mantequilla, de rodillas en las sillas para llegar bien a la mesa, nuestra gloriosa reconquista de la cocina