Escribo estas notas mientras me desayuno en el Jardín del Sol, un hostal agradable a la vista pero algo molesto al oído, porque en la zona donde están ubicadas las mesas suena permanentemente una musiquilla que, pretendiendo ser relajante, acaba perforándonos los temporales -si no excitando nuestras neuronas del estrés- a los huéspedes que ocupamos las habitaciones contiguas. Es paradójico, por no decir inconsecuente, que haga este hostal mucha gala de su respeto por el sueño de los huéspedes, exhibiendo al efecto vistosos letreros, tanto en los espacios comunes como en las alcobas, con apóstrofes moralizantes sobre las virtudes del silencio para la calidad del descanso, pidiendo a los clientes que sean considerados con el de los demás, etc., en tanto que los propios dueños no honran tales máximas y son ellos los primeros en imponer a la clientela una diana y un toque de queda cuartelarios y en mostrar, por lo demás, escaso respeto hacia el descanso fuera del horario "programado", si bien esta limitación sólo reza para los huéspedes que, como yo, ocupamos alguna habitación junto a los altavoces del hilo musical. En otro de los letreros que hay junto a las mesas leo una detallada explicación de cómo, en aras de la sociabilidad y para "ayudar a los viajeros a no permanecer siempre en la habitación, en detrimento de la humana necesidad de compañía", el hostal "favorece" los espacios comunes y "limita" la amplitud de las habitaciones; lo cual no es más que una forma hipócrita de esconder el verdadero y -por lo demás- obvio propósito de tal "limitación": sacarle al negocio mayor rendimiento económico mediante una numerosa serie de alcobas diminutas. La que yo ocupo, en concreto, la tendría por reducida un monje al compararla con su celda: apenas hay espacio para la cama de 80 cm, un lavatorio y un minúsculo aseo con ducha de suelo húmedo. Más que El Jardín del Sol debería este hostal llamarse El Jardín del Fariseo. Lo curioso, no obstante, es que las dos plataformas online más conocidas le dan una valoración muy elevada; y si bien las puntuaciones de Google son directamente falseables (cualquiera puede escribir una), las de Booking no lo son tanto (aunque me consta que también se manipulan); así que a lo mejor el raro soy yo.
No es imposible -dicho sea todo- que mi crítica percepción venga en parte determinada por mi pobre impresión inicial: llegué aquí anoche tras una larga y cansada jornada y, para empezar, el recepcionista nocturno no me gustó nada: un tipo con cara de pocos amigos que preguntaba mucho y explicaba poco, que quiso convencerme -pese a las claras evidencias que lo contradecían- de que mi habitación junto al comedor era de las más tranquilas, que me exigió escanear mi pasaporte (a lo cual no habría yo consentido en mejores circunstancias) y que, al preguntarle si tenían vacas de agua (lo habitual en Hispanoamérica, dada la mala calidad del agua corriente), me dijo que no porque la del grifo era potable. Por último, torció el morro (si bien luego accedió) cuando le pedí que bajase el volumen del hilo musical para que no me estorbase el descanso. Quienes no me hicieron caso alguno, en cambio, fueron los perros del vecindario, cuyos ladridos siguieron escuchándose un par de horas más a través del patio interior al que daba mi tranquila alcoba, por lo cual no me quedó al final otro remedio, para alcanzar el sueño, que echar mano de las drogas de mi botiquín. Pero conviene retroceder unas cuantas horas para entender por qué estaba yo tan cansado.
Interrumpí mi relato de ayer al encaminarme, a paso lento bajo el inclemente sol de Atacama, desde la salinera Humberstone hacia el apeadero del cruce. Faltaba todavía un rato para las dos de la tarde, que es cuando en condiciones óptimas debería pasar por allí el autocar Iquique-Arica de las 13:00; si bien estaba yo ya enterado de que ese día no iba a ser así: un poco antes había llamado a la empresa y me habían dicho que esa máquina (procedente, quiero suponer, de Santiago) llevaba bastante retraso y ni siquiera había llegado aún a Iquique, pero que no me apurase, ya que le habían pasado al conductor el encargo de recogerme en el apeadero. Así que me dispuse a echarle paciencia, aunque no pude apaciguar por completo la aprensión de que cualquier fallo o debilidad humana diese al traste con mi maniobra; y esa espera, que al final se prolongó más de lo razonable y, sobre todo, de lo deseable, me sirvió para familiarizarme con la cofradía de los pasajeros sin billete.
Hay en Chile una serie de viajeros que no pueden comprar su pasaje con antelación o no saben qué servicio, de los muchos que a veces pasan por determinado punto, les resultará más conveniente: tal vez algunas de esas personas ni siquera conocen de antemano la hora a la que podrán encaminarse a su destino; quizá otras, sabedoras de la escasa fiabilidad de los horarios de autobuses, buscan simplemente optimizar su tiempo cogiendo el primero que pase y lleve plazas libres, sin importarles mucho el precio o el tipo de asiento. El caso es que este gremio se limita a confiar en la providencia y en su propio conocimiento de rutas y horarios aproximados. Si el viajero se halla en una localidad donde hay terminal "rodoviaria" (como aquí le dicen), simplemente va allí y compra un billete en el primer servicio disponible; pero si se encuentra en localidad menor o en despoblado (a menudo, las proximidades de alguna explotación minera) lo que hace es acudir al apeadero más próximo, levantar la mano al paso de los autocares con su mismo destino y subirse al primero que se detenga.
En el cruce de Humberstone tuve ocasión de charlar con varios de estos sujetos. Cuando uno comparte con otros, bajo el agresivo sol del desierto, el mismo incierto y sediento destino, no es difícil hacer compañeros de fatigas. En aquel mísero apeadero no teníamos, para guarecernos, más sombra que la proyectada por una breve marquesina hacia su parte trasera, fuertemente aromatizada por los orines de tantos como a diario aliviaban allí sus vejigas; de manera que los esperadores sólo teníamos dos alternativas: o exponernos al sol, o hacerlo al hedor. Y allí, entre aquellos hombres, fui medio enterándome de cómo funcionaba la cosa; que no era muy diferente a la cortesía -o, a menudo, la picardía- habitual entre autopistas: según va parando tal o cual autobús, tiene prioridad para subirse a él, si le interesa el destino, quien más tiempo lleva aguardando, a no ser que viaje en grupo y necesite un número de plazas mayor de las que puede ofrecer el conductor, en cuyo caso pasa turno. No todos los que se encuentran en un determinado apeadero son, claro está, "vagabundos de la carretera". En Humberstone había, por ejemplo, quien sólo iba a coger un transfer a Pica o La Tirana (que pasan con bastante frecuencia desde Iquique y van medio vacíos), o quien atendía la llegada de algún autobús privado de empresa. Sólo dos, a quienes más tarde se nos sumaron otros dos, esperábamos a que pasaran servicios públicos hacia Arica. En principio, yo tenía sobre ellos la ventaja de estar en posesión de un billete y tener, por consiguiente, garantizado un asiento; pero esto me planteaba un dilema personal del que los otros, al carecer de billete, no participaban: ¿qué hacer si, antes del Pullman San Andrés (que era el mío), paraba alguno de otra compañía? En ese caso, la estrategia "pájaro en mano" aconsejaba subirse a él aunque me tocara perder el pasaje ya abonado y pagar uno nuevo, pues sabe Dios qué retraso no llevaría mi autobús o si se acordaría el conductor de que debía recogerme, en tanto que la estrategia "ciento volando" recomendaba seguir aguardando y aprovechar mi billete a riesgo de llegar más tarde a Arica... o incluso de quedarme en tierra. De hecho, a ratos me veía ya regresando a Pozo Almonte, condenado a pasar otra noche en alguna de las pensiones de mala muerte de ese pueblo hecho con bloques de cemento, uralita, lámina de cinc y aglomerado de madera; y frente a esta disyuntiva, a medida que pasaba el tiempo iba convenciéndome de la conveniencia de hacer caso al viejo refrán castellano y que se fuesen al cuerno los 14.000 pesos de multa. Aunque uno que allí estaba me dijo que aquellos retrasos eran bastante habituales y que no debía preocuparme, mi yo prudente empezaba ya a reprocharme la ideíta de hacer experimentos: si hubiese ido directamente -me decía su voz- hasta Iquique para tomar allí el San Andrés en la terminal, aunque me hubiese tocado recorrer dos veces ese tramo en vano, al menos me habría ahorrado las presentes cuitas y, además, habría podido salvar la espera sentado tranquilamente y disfrutando -o eso me susurraba ese impertinente al oído- de una cerveza bien fría. Mi yo audaz, en cambio, opinaba que lo vano era mi preocupación y que, en el peor de los casos, almacenaría una experiencia nueva, una más para mi historial viajero, para ser anotada en mi diario, para contársela un día a los hijos que ya no tendré o a los nietos que nunca conoceré. No sé, la verdad, cuál de mis dos yoes merece algún respeto: si el cauto y burgués o el aventurero y osado; aunque en el caso presente, por una circunstancia que no podía yo haber previsto -y nada tenía que ver con el referido dilema-, se habría llevado la palma el primero.
En estos pensamientos estaba cuando advertí un curioso fenómeno: el aire, que hasta entonces había permanecido inmóvil, se levantó de pronto para gran alivio de los esperadores. Fue cosa de cinco minutos: primero dos soplos de brisa aislados, una pausa, luego otro soplo más duradero, de medio minuto, después otra pausa y, a la tercera intentona, se estableció ya un viento constante que agradecimos mucho. Un interesante y e instructivo caso práctico de cómo funcionan los vientos en el desierto y que me hizo recordar, una vez más, esa novela que Zane Grey dedica por completo a la vida de los vagabundos del páramo.
Se nos cansaban los ojos de mirar al punto del horizonte por donde asomaba, sobre la grisácea cinta de la carretara, el tráfico que subía desde el litoral y salvaba la última loma. Ante cada vehículo grande que aparecía, no resultaba difícil distinguir, a lo lejos, si se trataba de un transporte de pasajeros o de mercancías; pero para saber -en el primer caso- si era un autobús de línea o privado había que esperar a que estuviese ya casi encima de nosotros, y -entretanto- se producía una ligera agitación en el grupito, abandonábamos nuestras estáticas posiciones de espera, nos acercábamos al borde de la carretera para hacernos ver mejor del conductor e incluso algunos nos echábamos al hombro el petate. En sus ánimos igual que en el mío, supongo, se agitaba medio minuto el optimismo y quedábamos ese momento en suspenso, hasta que, inevitablemente decepcionados al comprobar que no deceleraba la velocidad el autobús ni se aproximaba al arcén, bajábamos la cabeza aceptando en silencio el nuevo chasco y librándonos cada uno a nuestras cábalas. O tal vez sólo yo las hacía, pues era el único allí para quien la experiencia resultaba novedosa y quedarse en tierra, un problema.
Pero todo llega y al fin, con dos horas de retraso sobre el horario previsto, apareció el Pullman San Andrés con destino Arica; y entonces empezó lo desagradable.