Así comienzo… por el final. El final de una reflexión que tiene por conclusión la discutida declaración de este título, que yo defiendo desde siempre y del que soy consciente no cuenta con el favor de la sociedad actual. Voy a repetirme pero… ¡a donde vamos a llegar!
En primer lugar parece obvio que, en asuntos de vestir, cada oficio debería contar con sus propias señas de identidad acomodadas a la idiosincrasia de su actividad, favoreciendo así tanto la ejecución como la identificación de cada colectivo profesional. Por tanto, no sería apropiado el vestir igual un aparejador supervisando el avance de una obra que un abogado defendiendo una causa ante el tribunal. Hasta aquí mi consideración hacia la eficiente adecuación indumentaria de cada profesión a su labor, como es natural.
Ahora bien, lo de ahora no es esto, sino indolencia, zangolotinismo y despreocupación en ese vestir amparado por una compartida y defendida comodidad de bar que duele a la vista de quien la tiene que contemplar. Cuando una sociedad se perdona sin meditar es cuando vuelve a pecar. Y esto es lo que ocurre hoy, que unos por otros se disculpan y reafirman en propiciar el egoísmo de presentarse ante los demás como de fin de semana en su casa particular. Adoradores de un patrón estético basado en la improvisación y la fealdad como reivindicación de su poder de decisión personal ante las “antiguas” normas del decoro en la sociedad.
Y a todo esto ha contribuido mucho la irrupción de una tribu profesional que desde hace un par de décadas se vanagloria de presentar al mundo sus avances tecnológicos en chanclas, bermudas y con el flequillo por peinar. Los cachorros de la industria de las tecnologías electrónicas no visten sino que se tapan y nada más. Orgullosos de ser diferentes y de condenar el traje o la americana como culpables moribundos de lo formal, entre ellos se miran y no descubren nada anormal, pero cuando salen a la calle a mi me parecen despistados veraneantes de aquellos que poblaban los chistes setenteros del mal gusto y la horterada más internacional.
No nos equivoquemos: a lo largo de la historia de la humanidad, para el hombre y la mujer, vestir adecuadamente nunca ha sido cómodo ni nunca lo será. La imagen apropiada siempre pide un esfuerzo que algunos pagamos en la seguridad de que su retorno lo compensará. En bastantes profesiones (sobre todo del sector servicios), corbatas para unos y tacones moderados para otras (además de lo demás) han sido señas de identidad aceptadas de buen grado por los que miran y por los que se dejan mirar. Es verdad que los países que más han cuidado el vestuario profesional han tenido una fresca climatología que ayudaba a incorporar una serie de prendas que en las zonas calurosas son más difíciles de llevar. Pero aun con esto, los italianos por ejemplo lo saben soportar (son profesionales de la imagen y así de bien les va). En cambio, otros pueblos vecinos solo queremos bañadores con camisetas de tirantes y sandalias sin abrochar para ir a trabajar.
Y una pregunta para finalizar: ¿qué razón podría explicar el tener que asumir lo incómodo en el vestir cuando ahora se admite la tentadora y generalizada comodidad? Pues simplemente la consideración hacia los demás, la misma que pedimos para nosotros al observar. Un asunto de respeto estético que hoy se ha perdido y desconozco si algún día se encontrará.
La civilización humana ha transitado desde el taparrabos hasta el traje formal para ahora involucionar hacia un desolador futuro protagonizado por el feísmo profesional integral, eso sí, con adolescente patente de comodidad…
Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro