La ONG inglesa Oxfam – que en realidad es un conglomerado compuesto por más de 25 centros de estudios distribuidos en el mundo dedicados a la investigación del problema de la desigualdad – ha publicado recientemente un informe sobre los niveles que con respecto a ese se flagelo se han alcanzado en el mundo en los primeros años de la presente década. En él se pone de manifiesto aspectos dramáticos de este problema. Algunos datos muy claros y preocupantes de esta realidad son los siguientes: "Desde 2020, la riqueza conjunta de los cinco hombres más ricos del mundo (milmillonarios) se ha duplicado. Durante el mismo período, la riqueza acumulada de cerca de 5000 millones de personas a nivel global se ha reducido. Desde 2020 se ha hecho patente que la riqueza de los milmillonarios se ha incrementado en 3,3 billones de dólares (es decir, en un 34 %) desde el inicio de esta década de crisis; una fortuna que crece a un ritmo tres veces mayor que la tasa de inflación". Curiosamente, los grandes problemas civilizatorios del mundo contemporáneo no tienden a reducir ese poder, sino a incrementarlo.
Por Sergio Arancibia
De allí que el informe postule que “Estamos viviendo lo que parece ser el inicio de una década de creciente desigualdad: en solo tres años, hemos experimentado una pandemia mundial, nuevas guerras, una crisis del costo de la vida y el colapso climático. Cada una de estas crisis ha ensanchado la brecha, no tanto entre los ricos y las personas que viven en la pobreza, sino entre una minoría de oligarcas y la inmensa mayoría de la población mundial.”
De allí que “siete de las 10 empresas más grandes del mundo tienen un director general milmillonario, o a un milmillonario como su principal accionista”
Por todo ello, esos pocos milmillonarios tienen un poder indiscutible sobre el funcionamiento de los mercados, es decir, sobre las mercancías que se producen, sobre cómo se producen, sobre los precios a los cuales se compran y se venden y sobre las condiciones, los canales y las direcciones hacia donde fluyen los capitales en el mundo contemporáneo.
Se deduce de todo lo anterior que la concentración de la riqueza genera concentración del poder económico y también, como correlato obvio de todo lo anterior, se genera una inmensa concentración del poder político, es decir, de la capacidad de elección sobre quienes dirigen las sociedades actuales y sobre los grados de libertad con que estos pueden tomar decisiones.
Podríamos agregar que ese club de los milmillonarios crea y necesita de vínculos muy íntimos con los ricos de menor cuantía de los países y regiones del resto del mundo, que tienen que constelar y depender de los primeros para alcanzar y disfrutar de sus propios espacios de poder y de riqueza.
Se va creando así lo que Bernie Sanders, senador norteamericano, ha definido como “una oligarquía global”.
Frente a toda esta situación -más allá de la indignación ética- cabe preguntarse respecto al cómo luchar para al menos reducir ese tremendo poder oligárquico.
Este crucial interrogante define en alta medida el campo de lo posible -separándolo del campo de lo meramente justo y deseable- en los programas de los partidos progresistas de nuestra América y del mundo.
Solo esbozamos, por lo tanto, en estas líneas, alguna pocas y muy tentativas ideas al respecto.
Si un país se rebela aislado contra ese poder oligárquico, lo más probable es que tenga que enfrentar una pérdida de mercados para sus exportaciones e importaciones, así como una reducción de sus accesos a los circuitos financieros.
Pero distinta sería la situación si toda una región, América Latina en nuestro caso, toma, por ejemplo, decisiones colectivas respecto a tasas mínimas de tributo de la inversión extranjera.
Eso evitaría que nuestros países dejen de competir por ver quien ofrece condiciones más favorables al capital extranjero.
También se podrían consensuar regionalmente las decisiones respecto a las áreas dentro de cada país donde es posible la inversión extranjera, dejando fuera de ese campo los servicios sociales tales como salud, educación o previsión, con lo cual se reduce el espacio de acción del capital extranjero.
Con algunas obvias diferencias, es dable pensar en algo similar a lo que fue la decisión 24 el Pacto Andino en la década del 70.
Es difícil suponer que el capital extranjero se va a restar en forma absoluta a invertir en una región como América Latina si cambiaran en el sentido mencionado las condiciones para su accionar.
Un país aislado no puede llegar muy distante en reformas de esa naturaleza.
Pero la integración latinoamericana, si se tomara en serio, podría avanzar mucho más lejos y más rápidamente.
Sergio Arancibia - Doctor en Economía, Licenciado en Comunicación Social, profesor universitario