En 1690, el filósofo inglés John Locke propuso la primera definición de conciencia: “la percepción de lo que pasa en la propia mente del hombre”. Aunque esto implicaba que la conciencia no era mucho más que el proceso de ciertos procesos, Locke no pudo decir en qué consistían estos.
En la década de 1860, Wilhelm Wundt, de la Universidad de Heidelberg, considerado el padre de la psicología experimental, dio los primeros pasos vacilantes. Impresionado por el punto de vista de Spinoza de que la mente consciente es el fruto directo de efectos fisiológicos, Wundt intentó averiguar más sobre estos efectos.
La investigación de Wundt destacaba la importancia de comprender los qualia, las experiencias subjetivas del mundo que nos rodea: la “rojez” del rojo o la “dulzura” del azúcar. Aunque Wundt trabajó mucho para que su trabajo fuera objetivo, era difícil evaluar si la experiencia de una persona era la misma en cada momento o si se asemejaba a la experiencia de cualquier otra persona.
A finales del siglo XIX, la investigación de Wundt había convencido a importantes figuras -como el influyente psicólogo estadounidense William James- de que la conciencia era el resultado directo de la actividad cerebral y, por tanto, merecía un estudio científico.
Sin embargo, muchos especialistas consideraban que las técnicas existentes simplemente no eran apropiadas para dicha tarea. Frustrados por la ausencia de resultados sólidos, la mayoría se dedicaron a problemas más concretos, y el estudio de la conciencia se convirtió en un páramo académico.
En 1929, el psiquiatra austriaco Hans Berger logró el primer gran avance encontrando una forma de detectar la actividad eléctrica del cerebro. La técnica, denominada electroencefalografía (EEG), permitió que Berger descubriera dos tipos de actividad eléctrica -las ondas alfa y las ondas beta- que parecían estar relacionadas con aspectos clave de la conciencia.
Las ondas alfa, con una frecuencia de unos diez ciclos por segundo, parecían reflejar el estado de conciencia, haciéndose más débiles durante el sueño o la anestesia. Por otra parte, las ondas beta eran aproximadamente tres veces más rápidas y reflejaban el grado de concentración y las respuestas inconscientes, como el reflejo de sobresalto.
El descubrimiento de Berger inició el estudio de lo que ahora conocemos como correlatos neurales de conciencia: tipos de actividad cerebral asociados a la experiencia consciente. Ahora constituyen uno de los principales focos de la investigación de los científicos, muchos de los cuales creen que comprender la conciencia implica saber de qué manera el cerebro reúne una gran cantidad de correlatos neurales de la conciencia en un todo único y unificado.
Se trata de una creencia alentada por un descubrimiento sorprendente que se hizo en la década de 1960: que nuestra conciencia supone una diminuta fracción de toda la actividad del cerebro. Un equipo dirigido por el neurólogo estadounidense Benjamim Libet aplicó estímulos muy pequeños a la piel de pacientes sometidos a neurocirugía cerebral.
Los registros electroencefalográficos revelaron que los cerebros habían detectado los estímulos, aunque los pacientes dijeran que no podían sentir nada. Lo mismo ocurrió con estímulos más intensos que duraron menos de 0,5 segundos: aunque los cerebros los detectaron, los pacientes no sintieron nada conscientemente.
Desde entonces se han obtenido resultados similares en los estudios de los correlatos neurales de la conciencia, como la visión y los qualia resultantes (como la “rojez” del rojo). Los ojos abarcan un torrente de información a una velocidad aproximada de un megabyte por segundo, aunque la conciencia parezca ignorar todo salvo un diminuto porcentaje de esta información.
Esta enorme disparidad indica que el cerebro realiza una gran cantidad de procesamiento inconsciente de la información sensorial, cribándola antes de que seamos conscientes de ella. Se necesita suficiente tiempo para realizar este procesamiento, lo que sugiere que debe de haber un retraso entre el momento en que el cerebro detecta un estímulo y el instante en que la persona lo registra conscientemente.
Los esfuerzos por medir este retraso han conducido al que quizá sea uno de los más sorprendentes descubrimientos sobre la naturaleza de la conciencia.
En 1976, un equipo de investigadores dirigido por el neurólogo alemán Hans Kornhuber diseñó un experimento para medir el retraso entre la actividad cerebral necesaria para mover un dedo y la ejecución real del movimiento. La velocidad de los impulsos nerviosos indicaba que el retraso sería de unos 200 milisegundos, similar al retraso de los actos reflejos.
Sin embargo, los investigadores observaron que el retraso era mucho mayor. Esto al menos era coherente con la idea de que cualquier cosa en la que intervenga la mente consciente implica mucho procesamiento. No obstante, los investigadores encontraron algo más: la actividad cerebral comenzaba unos 800 milisegundos antes de que la persona llegara realmente a mover el dedo.
Se trataba de un descubrimiento sorprendente, con implicaciones alarmantes en lo que respecta a la noción de libre albedrío que se había tenido durante mucho tiempo. La mera magnitud del retraso sugería que las acciones no son desencadenadas en absoluto por la mente consciente, sino por la actividad inconsciente del cerebro que se desarrolla al margen de la percepción.
Aunque la mente consciente no ponga en marcha en absoluto nuestros actos, nuestra conciencia puede al menos vetar cualquier acto generado por la mente inconsciente que se considere inaceptable. Por tanto, el libre albedrío no consiste en elegir conscientemente actuar de cierta forma, sino elegir conscientemente no actuar.
Los experimentos de Libet señalan la razón por la que el cerebro hace tanto esfuerzo en crear la conciencia: reúne la información sensorial del mundo exterior para producir un modelo coherente y fiable de lo que ocurre “afuera”.
En 1988, el psicólogo holandés Bernard Baars tomó la idea del “teatro mental” para crear la denominada Teoría del Espacio Global de Trabajo de la conciencia. Según esta teoría, los procesos conscientes son los que en el momento presente están “bajo los focos” de la atención mental, mientras que otros se mantienen alejados de los focos, almacenados en la memoria para acceder a ellos de inmediato.
Mientras tanto, los procesos inconscientes actúan tras bastidores y también forman el público mental, que responde a lo que está actuando bajo los focos.
La Teoría del Espacio Global de Trabajo parece ser más que una simple metáfora: se basa en resultados que ahora surgen del mayor avance que se haya hecho en el estudio objetivo de los procesos conscientes: las técnicas de diagnóstico por imágenes cerebrales. Técnicas como la resonancia magnética nuclear funcional brindan a los investigadores mapas detallados, en tiempo real, de la actividad cerebral, que permiten relacionarlos con los procesos conscientes.
Esto ha supuesto una explosión en los estudios de los correlatos neurales de la conciencia; se han identificado partes específicas del cerebro como elementos clave en los procesos conscientes. Por ejemplo, una región central, el tálamo, parece ser crucial para poner bajo el “foco” de la atención consciente la información sensorial, mientras la denominada corteza cerebral ventromedial, situada cerca de la parte frontal del cerebro, parece crear nuestra sensación de que la vida tiene un propósito.
Sin embargo, aún falta abordar algunos misterios importantes sobre la conciencia. ¿Por qué tenemos conciencia? ¿Qué ventajas confiere? ¿Son los seres humanos los únicos seres completamente conscientes?
Una posible explicación estriba en el punto de vista de la conciencia como medio para crear un modelo mental de realidad. Cualquier organismo que posea tal modelo puede hacer algo más que reaccionar meramente a estímulos y rezar por que la respuesta sea suficientemente rápida para escapar de los predadores. Es decir, una criatura consciente no tiene que tropezar de manera ciega, esperando que sus reflejos le libren de los problemas.
Uniendo las respuestas inconscientes para crear incluso un modelo simple de realidad, una criatura que posea cierto grado de conciencia puede evitar el encontrarse en aprietos, logrando una gran ventaja evolutiva.
A su vez, esto sugiere que la cuestión de si un organismo es consciente o no puede ser errónea. Más bien, la conciencia puede ser una cuestión de grado -por ejemplo, un insecto puede tener un modelo notablemente menos sofisticado de realidad que un ser humano.
Como ocurre con muchos aspectos de la conciencia, todavía falta bastante para obtener respuestas definitivas. Aun así, existe un creciente interés por que los científicos están ahora aproximándose al misterio de cómo 1.400 gramos de blando tejido cerebral pueden dotar al ser humano de un inefable y único sentido del yo.
fuente: 25 GRANDES IDEAS. La ciencia que está cambiando nuestro mundo. (Robert Matthews)