Koldo Campos Sagaseta.-- Cuando allá por los años sesenta la Teología de la Liberación fue abriéndose espacio en el llamado tercer mundo, tuvo el Vaticano la ocasión de redimir sus pecados, la oportunidad de retomar sus cristianos orígenes, y la posibilidad, en consecuencia, de extender el evangelio y multiplicar su nómina de fieles. Pero ni el Vaticano quiso expiar sus culpas, ni se interesó en variar su curso, ni le preocuparon las secuelas de su torpeza.
Esa Iglesia que, como escribiera Pedro Casaldáliga en su prefacio al libro “Eclesiología” de Fernando Bernabé López (Nano) “creyendo, confesando y cantando el encuentro vivo con el Dios Amor y el programa revolucionario de su Hijo” se ganaba el respeto de las comunidades en la que se integraba compartiendo el pan y el vino, también el hambre y la sed, se acabó convirtiendo en el peor enemigo de Roma.
Como bien describía el propio Nano en una de sus certeras humoradas, “la Iglesia es una: santa, católica, apostólica… y uniforme”. No se admiten ni toleran disidencias. Por si no fueran suficientes las dificultades que la Teología de la Liberación debía enfrentar, una amenazaba su eclosión. Y no era la violencia de regímenes militares, la persecución de Estados corruptos o la ambición de burguesías temerosas de un poder popular aún más consciente, sino Roma.
El éxito que jamás tuvieron, por sanguinarios que fueran sus métodos, los gobiernos que han hecho del infierno algo más que un futuro destino, lo tuvo el Vaticano censurando opiniones, desautorizando actos, trasladando ejemplos, castigando conductas, clausurando encuentros…
Frente a la curia romana, la teología de la liberación no encontró más defensa que la obediencia debida. La misma que llevó a Ernesto Cardenal, de rodillas frente a Pablo VI en la Plaza de la Revolución de Managua, a inclinar la cabeza, besar el anillo papal y escuchar en silencio los exabruptos que, por ejemplo, no tuvo Su Santidad, días antes, para Duvalier en Haití o para Pinochet en Chile.
El espacio que hubiera ocupado la Iglesia pasó a ser pasto de otras denominaciones religiosas y sectas de todo tipo financiadas, en muchos casos, por transnacionales y Estados delincuentes.
Claro que, ni la historia ha terminado ni la Teología de la Liberación ha desaparecido. Es más, no tengo la menor duda de que, si alguna vez, y que cada quien ponga la fecha que más le cuadre, sigue habiendo sobre la faz de la tierra una iglesia, ésta será plural, de todos y de todas; practicará la solidaridad, no la especulación; estimulará el conocimiento, no el analfabetismo; fomentará la crítica, no el adocenamiento; defenderá la justicia, no la razón de Estado; ejercerá el Amor, no el odio… Y hasta podría ser en Roma, aunque sólo sea para que, como dicen algunos, Dios tenga la oportunidad de visitar, por fin, el Vaticano.
Y lo digo yo que no creo en la otra vida, pero que si algún día me desdigo y termino aceptando la certeza de una eternidad para la que hoy no me basta la fe, será porque piense que vidas tan generosamente entregadas a las mejores causas de los seres humanos, como la del padre jesuita y dominicano Regino Martínez, no tendrían sentido sin esa prolongación de la existencia donde se vean cumplidos los mejores sueños y anhelos de todos, porque algo así debe ser la otra vida.
Y lo digo yo que no creo en la Iglesia, pero que si algún día me arrepiento de tanta agnóstica ignorancia y acabo agradeciendo esa divina referencia en la que todos los seres humanos seamos por fin iguales, será porque termine apreciando, finalmente, que ejemplos como el que brinda Pedro Casaldáliga supieron transformar el más empobrecido y miserable infierno de este mundo en la más hermosa y humana fiesta de la solidaridad, porque algo así debe ser la Iglesia.
Y lo digo yo que no creo en Dios, pero que si algún día reconduzco la incredulidad que hoy manifiesto y termino convirtiéndome en otra oveja más de su rebaño, será porque me confirmen su existencia conductas tan honestas y desprendidas como las de Helder Cámara, Leonardo Boff, Patxi Larrainzar, Jesús Lezaun, Arantxa Aguirre, Aparecida de Sousa, Ellacuría, Arnulfo Romero, García Laviana, María Marciano, Ernesto Cardenal y tantas y tantos sanadores de almas que han predicado el amor allá donde más se hace preciso su arraigo, y la justicia donde más urge su gobierno, porque algo así debe ser Dios.
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