Tomado de El Estornudo
No causará sorpresa la revelación de que El Estornudo no ha sido consultado por las autoridades cubanas sobre la presunta reforma constitucional que esos bribones dicen que van a realizar. Sí, es un escándalo que no nos hayan consultado. Si le hubieran preguntado, El Estornudo le habría dado al gobierno de Cuba, muy generosamente, un consejo, que no hicieran nada.
Reformar la actual Constitución de Cuba es un ejercicio tan fútil como reescribir una mala novela y tratar de convertirla en buena. No hay en el mundo escritor tan habilidoso que pueda enmendar El Código Da Vinci, Cincuenta Sombras de Grey o Come, Reza, Ama, sus defectos morales y técnicos son irreparables, que es lo mismo que podría decirse de la Constitución de Cuba.
Un comité de genios, el marqués de Sade, Henry Miller, Philip Roth, no podría arreglar Cincuenta Sombras de Grey aunque pusieran en ello su más vigoroso esfuerzo, como no podrían Solón, Montesquieu, Jefferson y Mandela, trabajando juntos, hacer que la Constitución de Cuba sirva para otra cosa que para lo que sirve ya, proveer de una aparente normalidad legal a un Estado totalitario que funcionaría más o menos igual, en lo fundamental, si no hubiera Constitución alguna.
La Constitución de Cuba es tan inútil que fue aprobada en 1976 por más del 97 por ciento de los electores en un referendo con un norcoreano 98 por ciento de participación, y reformada en 1992 y en 2002, la última vez dizque a solicitud de más de ocho millones de personas que firmaron una carta pidiéndole a su gobierno que tuviera la delicadeza de privarlos del derecho de cambiar el régimen político de Cuba si alguna vez les pasaba por la cabeza semejante despropósito. Evidentemente, tanta gente solo podría estar de acuerdo sobre algo que no tuviera ninguna importancia.
Cuesta imaginar qué otro tema, sometido a referendo, podría obtener de los ciudadanos cubanos una respuesta tan contundente. Quizás si se sometiera a referendo regalarle Guantánamo a Haití, o Pinar del Río a México, o la Isla de la Juventud a Dinamarca, el resultado sería más apretado que el de 1976.
Si se preguntara a los cubanos si quieren que la isla se siga llamando Cuba, o prefieren ponerle un nombre nuevo, Yusimí, por ejemplo, no sería extraño que la segunda opción tuviera el apoyo de más de tres por ciento de los votantes, en parte porque les guste la idea de llamarse yusimienses o yusimianos, que hay gente para todo, y en parte por hacerse los graciosos, una opción, hacerse el gracioso, que en 1976, y todavía en 2002, era, digamos, peligrosa, te recogían y te metían en el Combinado en menos de lo que canta un gallo, y no se diga que las cosas han cambiado tanto.
La conclusión de muchos electores cubanos en 1976 fue que, para tener a Fidel de dueño del país, daba lo mismo llamarlo Primer Ministro del Gobierno Revolucionario que, pomposamente, Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros, y era exactamente igual tener una Asamblea Nacional que aprobara unánimemente todas leyes que les pidieran aprobar, que no tenerla, y que, como fue antes, y fue después, cualquier cosa que dijera Fidel ya fuera automáticamente ley, y que hasta era quizás un poco mejor, porque, aunque fuera solo en apariencias, Cuba luciría más como un país, aunque fuera uno de estilo soviético, que una plantación, y su pueblo más ciudadanos que esclavos. Habiendo votado tan entusiastamente la Constitución de Fidel, los cubanos en el acto la olvidaron, y hoy, si se les examinara, 97 por ciento serían quizás los que no podrían responder preguntas elementales sobre ella.
Algunos saben que en el preámbulo de la Constitución está la frase magnífica de José Martí, que la ley primera de la República sea el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre. Pero tantos golpes ha recibido la dignidad plena del hombre en aquel país, y el Apóstol también, que ya quedan pocos cubanos que podrían reconocer a uno u otro, aunque estén todavía en la primera página de la Constitución, que por cierto, también menciona a Fidel, líder de la “Revolución triunfadora del Moncada y del Granma, de la Sierra y de Girón”. Quizás las únicas otras constituciones republicanas del mundo en 1976 que mencionaban a un individuo todavía vivo eran las de Tito, proclamado presidente vitalicio de Yugoslavia, y Kim Il Sung, descrito en la carta magna norcoreana como el “sol de la nación”.
La reforma constitucional que Raúl Castro mismo va a supervisar ocupará el tiempo de muchas personas, que, por poco que se les deje pensar o decidir sobre la Constitución, tendrán que asistir a incontables reuniones en las que se les dirá qué ha pensado y decidido Raúl.
No sería justo decir que este proceso será una pérdida de tiempo, porque con el tiempo no se puede hacer nada más que perderlo, ya sea en una reunión de la Comisión de Reforma Constitucional de Cuba, o leyendo a Philip Roth, que es una de las formas más placenteras y útiles en que el tiempo puede ser perdido.
Es probable que el 97 por ciento de los miembros de la comisión que tendrá que escribir una nueva constitución cubana no hayan oído jamás hablar de Roth, y que si les pusieran sus libros delante ni siquiera los hojearían, pero hasta ellos son capaces de imaginar ocupaciones más entretenidas que dilucidar “el impacto que en el orden constitucional tienen los cambios originados como resultado de las decisiones adoptadas en el VI y VII Congreso del Partido y su primera Conferencia Nacional, el futuro previsible y las demás medidas que han sido adoptadas en estos años”, según las palabras del nuevo, aunque no lo parezca, Presidente del Consejo de Estado, Miguel Díaz-Canel, quien tiene la capacidad insólita de ser aún menos literario que la autora de Cincuenta Sombras de Grey, la estupenda E L James.
Díaz-Canel anunció el pasado fin de semana los miembros de la comisión, que Raúl tuvo la delicadeza de nombrar él mismo para que la Asamblea Nacional no tuviera que molestarse en escogerlos ella, aunque, si la hubieran obligado a hacerlo, seguramente los diputados habrían escogido exactamente a las mismas personas que escogió Raúl.
Los miembros de la comisión han tenido que leerse en estos días la Constitución, para saber qué es lo que los han puesto a cambiar, aunque si alguno se ha dado cuenta de lo que tendría que cambiarse de verdad en ella, es improbable que lo diga, puesto que Díaz-Canel les advirtió que no serán cambiados ni la “irrevocabilidad”, qué cómico, “del sistema socialista que soberanamente adoptó nuestro pueblo”, establecida en el artículo 3 del capítulo I, ni el artículo 5, que otorga al Partido Comunista el papel de “fuerza dirigente superior de la sociedad y del Estado” y que, en efecto, anula la Constitución misma, puesto que subordina el Estado a las decisiones de un grupo extraconstitucional, cuyo poder, supremo, indisputado, la Constitución acepta pero no controla, ni ordena ni puede, si así lo quisieran los ciudadanos, cancelar.
Si esos dos artículos no son cambiados, el 3, espectacularmente estúpido, y el 5, fundamento del totalitarismo, da igual lo que se cambie en el resto de la Constitución. El 3, incluso los miembros más lerdos de la comisión podrían notarlo, tiene tanto valor práctico como uno, que a alguien podría habérsele ocurrido en 1976, con el que se prohibiera la muerte de Fidel, tan inevitable como el paso del tiempo, y sus catástrofes, la historia.
No solo el supuesto socialismo cubano es perfectamente revocable, sino que podría ser revocado muy fácilmente, con la misma facilidad con que toda la Constitución, del preámbulo al artículo 102 del capítulo XV, podría ser revocada, de un plumazo.
Basta recordar la facilidad con la que Fidel revocó la Constitución de 1940, que no habrá sido aprobada en referendo, como la del 76, sino por los delegados de una Asamblea Constituyente, elegidos no por el 97 por ciento de los electores, sino solo por un escuálido 57 por ciento, puesto que el resto de los ciudadanos decidió abstenerse, pero que tiene sobre la Constitución que la sucedió treinta y seis años después una ventaja moral insuperable, además de la muy evidente de haber sido notablemente democrática, hubo mucha gente que murió por ella, por restablecerla después de que Fulgencio Batista la suspendiera no de un plumazo sino de una patada, algo de lo que la Constitución de Fidel no se puede ufanar.
El artículo 5, a su vez, revela el origen estalinista del Estado cubano. Fue la Constitución soviética de 1936, aprobada solo tres meses después de la ejecución de Lev Kámenev y Grigori Zinóviev, el prólogo del Gran Terror, la primera que consagró, en su artículo 126, la hegemonía del Partido Comunista, “vanguardia de la clase obrera en su lucha para defender y desarrollar el sistema socialista”. Díaz-Canel nació siete años después de la muerte de Stalin, pero el Estado del que él es ahora, nominalmente, jefe, no es la creación intelectual, como quizás él imagine, de Fidel Castro, sino una versión bastante exacta del Estado que el maligno georgiano diseñó para su propio provecho, con todas sus peculiaridades, la disolución de la jefatura del Estado en un oscuro colegio, llamado en la Unión Soviética Presídium del Soviet Supremo, en Cuba Consejo de Estado, la elección indirecta de ese colegio, la reducción a dos cada año de las sesiones ordinarias del cuerpo legislativo, en la Unión Soviética el Soviet Supremo, en Cuba la Asamblea Nacional, la subordinación estructural de la justicia al legislativo unipartidista, el control total de la economía por el Estado, con las únicas, modestas excepciones de las cooperativas y los pequeños negocios, garantías para la libertad de asociación, expresión y prensa “de conformidad con los intereses de los trabajadores”, en la Unión Soviética, y “conforme a los fines de la sociedad socialista” en Cuba.
Una notable diferencia entre las dos constituciones es que la soviética de 1936 establecía la figura del Presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo, la rocambolesca forma leninista de describir a un primer ministro, mientras que en Cuba, Fidel quiso ser aún más estalinista que Stalin, y unificó las posiciones de Jefe del Estado y Jefe del Gobierno, para no compartir con nadie más siquiera una pizca de poder.
Romper el vínculo ideológico del Estado cubano con el de Stalin, que no es, presuntamente, lo que quiere hacer Raúl, no requiere una simple reforma constitucional, la reescritura de cuatro o diez artículos, sino la construcción de un Estado nuevo.
La reforma constitucional que Raúl hará a los cubanos aprobar, y que se hagan los graciosos para que vean, probablemente dejará insatisfechos a los que esperen cambios muy apreciables. Quizás Raúl quiera que el Presidente del Consejo de Estado y el del Consejo de Ministros no sean la misma persona, lo cual no significaría mucho en la práctica, no inmediatamente, puesto que Díaz-Canel cedería la dirección del gobierno a otro gaznápiro del mismo tipo, que como él, sería miembro del Buró Político del Partido Comunista, y un monigote de Raúl, pero podría ser esa división una fuente de conflictos políticos en el futuro, cuando Raúl no esté y los monigotes no tengan quien los controle.
Habrá seguramente una reescritura de las secciones referidas a la propiedad, a las cooperativas, a los trabajadores por cuenta propia y a la inversión extranjera. Quizás la sección del texto constitucional que más tiempo ocupe a la comisión sea, previsiblemente, la que se refiere a las competencias de los gobiernos locales, que a Raúl se le ha ocurrido que podrían funcionar autónomamente, sin la supervisión directa y constante de los comités provinciales y municipales del Partido, una idea que ha sido experimentada en las provincias de Mayabeque y Artemisa, con resultados inciertos, porque no parece que ni una ni la otra estén a punto de convertirse en una nueva Bavaria.
Es posible que fragmentos del lenguaje de las constituciones de Hugo Chávez en Venezuela, de Rafael Correa en Ecuador y de Evo Morales en Bolivia se cuelen en la Constitución de Raúl, particularmente en las secciones referidas a los derechos de los individuos, la igualdad de género y el medio ambiente, aunque no se debería esperar que como resultado de esas influencias vayan los cubanos a disfrutar pronto de las mismas libertades que los noruegos, puesto que, como en la Venezuela de Chávez y Maduro, o en el Ecuador de Correa, una cosa sería lo que dijera la Constitución, y otra cosa lo que quiera el dueño del país. A lo mejor, sería una agradable sorpresa, Raúl deje que su hija Mariela borre la frase “de un hombre y una mujer” del artículo 36, capítulo IV, que define al matrimonio, aunque aquellos que podrían beneficiarse de ese cambio harían bien en no hacerse demasiadas ilusiones, no empiecen todavía a organizar la boda.
Cambio aquí, cambio allá, la arquitectura del poder quedará en lo esencial intacta con la nueva Constitución. No habrá reconocimiento de la pluralidad política y socioeconómica de Cuba, no se concederá independencia a la justicia, la prensa o las organizaciones sociales, no se devolverán a un nuevo cuerpo legislativo las funciones usurpadas por el Buró Político del Partido, no cambiará el sistema electoral para permitir que la gente pueda votar libremente a favor o en contra de candidatos que quieran transformar radicalmente el Estado o incluso, si les da por eso, cambiarle el nombre al país.
Por supuesto, los ciudadanos votarán, abrumadoramente, a favor de cualquier texto que Raúl proponga, aunque quizás no llegue la participación al 98 por ciento de 1976, ni los que voten a favor sean el 97 por ciento, porque hay gente que ha aprendido en estos años a hacerse los graciosos, y le ha cogido el gusto, como se vio en las falsas elecciones generales del mes de marzo.
Votarán a favor de la Constitución, pero la vasta mayoría ni siquiera la leerá, y si la leen, la olvidarán en el acto, porque no tendrán para ella ningún uso. La Constitución de Raúl nacerá muerta, será, por su origen e intención, ilegítima, y ni siquiera servirá para disimular, como la Constitución del 76 hizo en su momento, la barbarie y la estupidez del totalitarismo. A una mala novela se le puede corregir al menos la ortografía y la sintaxis, aunque no pueda convertírsela en El Lamento de Portnoy o Pastoral Americana.
Pero la Constitución que Fidel nos dejó no merece ser enmendada, no es una cuestión de poner una coma aquí y quitar una allá, ni de reescribir una línea y cortar otra. Hay que escribir una Constitución nueva en un idioma que Raúl y los miembros de su comisión, y la mayoría de los cubanos, no conocen, el de la libertad. Algún día esa otra constitución, la de la República de Yusimí, será escrita, y llevada a referendo, y puesta solemnemente en vigor, y luego los yusimianos a los que tal asunto les interese podrán enmendarla, reformarla, reescribirla tantas veces como les de la gana.