El salón estaba abarrotado de pacientes y los no pacientes (los llamados acompañantes), busqué bien y al fin logré encontrar un lugar donde sentarme. Hice todo lo posible por entablar conversación con el hombre a mi izquierda, pero este no dejaba de escribir; el de la derecha leía el periódico.
Se escuchaba por algún lado el llanto de los niños pequeños y al mismo tiempo el pleito de sus madres (nunca se llega a entender que ese regaño es siempre errado). También se oían las tentadoras ofertas de: maní, caramelos, galletitas, almanaques del año, periódicos… y lo fundamental; el murmullo de la mayoría porque no llamaban al primero de la lista.
¡El sudor ya empezaba a correr por mi espalda! Necesitaba relajarme, en mi primera consulta con el médico Ermes debía estar calmado. Necesitaba que uno de los hombres sentados a mi lado me atendiera:
— ¿Conoce usted al Doctor Ermes?
Al parecer ninguno no me había escuchado.
—Hace falta que el médico no empiece colando a sus amigos —continué insistiendo.
¡Éxito! El que escribía me miró, aunque sin hablar. ¿De qué podría padecer el hombre? Por su cara no llegaba a treinta y cinco años. Pero eso no importaba, mi objetivo era relajarme y empecé con la crítica que venía preparando desde el momento que llegué al hospital y lo encontré completamente lleno. Terminé criticando incluso al propio doctor Ermes, no lo conocía, pero seguro atendería primero a sus amigos…
De pronto fui interrumpido por el audio interno del salón: «Al Doctor Ermes: la consulta cuatro ya está preparada».
Entonces quedó a mi izquierda un espacio vacío.