El recuerdo de las conversaciones distendidas e inteligentes con los buenos amigos a veces termina plamado en letra impresa. Es el testimonio de las cosas buenas, de lo realmente vivido. Así lo vemos en dos de mis autores más queridos, Aulo Gelio y Montaigne. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO
En otro lugar he intentado indagar en un aspecto no explorado dentro de la obra de Gelio: su nostalgia por Atenas y los años de juventud. En esa nostalgia se puede ver a menudo que se recogen ecos de conversaciones pasadas. Salvar estas conversaciones del olvido implica también un esfuerzo de memoria. La escritura serviría ahora como un remedio a la nostalgia y el olvido, y sirve, en palabras de Dupont ya citadas, como escritura-transcripción de una palabra viva. Así lo vemos en este recuerdo de un simposio o banquete en Atenas:
Sobre las pequeñas indagaciones, llamadas sympoticae, que se trataban durante los banquetes en casa del filósofo Tauro (7, 13)
Esto es lo que hacían y observaban en Atenas aquellos que estaban más ligados al filósofo Tauro: cuando nos convocaba en su casa, a fin de que no acudiéramos, como suele decirse, inmunes y sin poner nada de nuestra parte, no reuníamos con vistas a la cena bocados para comer, sino cuestiones para plantear. De esta forma, cada uno de nosotros iba allí con asuntos ya pensados y dispuesto a plantear problemas, y el comienzo de hablar ponía término a la comida. Sin embargo, no se planteaban asuntos graves ni serios, sino ciertos entimemas graciosos y pequeños que estimulaban el ánimo, ya inflamado por el vino, como éste que voy a exponer, verdadero ejemplo de entretenida sutileza.
Se planteó el problema de cuándo se muere realmente al morir: si cuando ya se encuentra uno en la muerte como tal, o cuando todavía se está en la vida. O cuál es el momento preciso de levantarse, cuando ya se está de pie, o cuando aún se está sentado. Y el que aprende un oficio, cuándo llega a ser un artesano, si cuando ya lo es o cuando aún no lo es. Si contestas que una de las dos posibilidades, será una respuesta absurda y ridícula, pero mucho más absurdo parecerá si respondes que son las dos posibilidades o ninguna. (Aulo Gelio, Noches áticas. Antología, pp. 83-85)
Montaigne también nos habla de sus conversaciones, y cree que el alma se vigoriza con su cultivo, mientras languidece con la lectura:
Es la conversación, a mi parecer, el más fructífero y natural ejercicio del espíritu. Hallo su práctica más dulce que la de cualquier otra acción de nuestra vida; y es este el motivo por el cual, si me viera ahora forzado a elegir, creo que consentiría antes en perder la vista que el oído o el habla. Los atenienses, y también los romanos, honraban mucho este ejercicio en sus academias. En nuestra época conservan los italianos algunos vestigios, como podemos ver si comparamos sus entendimientos con los nuestros. Es el estudio de los libros movimiento lánguido y débil que no enardece mientras que la conversación enseña y ejercita a un tiempo. Si converso con alma fuerte y duro adversario, atácame por los flancos, espoléame por un lado y por otro; sus ideas impulsan a las mías; los celos, la gloria, la emulación, me empujan y me elevan por encima de mí mismo, y es la unanimidad cosa muy tediosa en la conversación. (Montaigne, “Del arte de conversar”, Ensayos completos. Traducción de Almudena Montojo, Madrid, Cátedra, 2003, p. 892)
Tanto Gelio como Montaigne consideran superior la palabra oral, propia de la conversación. La escritura se convierte así en una suerte de mal menor, pálido recurso para transcribir ciertas experiencias vividas. Además, en el caso de Gelio, este problema se agudiza por tener que trasladar al latín vivencias que han tenido lugar usando la lengua griega. FRANCISCO GARCÍA JURADO