Hace tiempo que no cuelgo ningún artículo de historia y ya va siendo hora de arreglar este desaguisado. El de hoy está firmado por Juan Antonio Cabrera Montero, y si quieres leerlo en su localización original puedes acceder desde aquí. El tema es la conversión de Recaredo, un acontecimiento que tuvo una importancia vital en la Hispania visigoda y, por tanto, en la historia de España. Sobre los godos hace tiempo leí una novela (sí, es novela) de una tal María Gudín titulada Hijos de un rey godo que me gustó mucho. Si te gustaría saber más sobre esta etapa tan desconocida de nuestra historia es una buena forma de empezar.
La conversión de Recaredo
Los monarcas visigodos tuvieron que afrontar tres problemas principales que constituyeron desde el inicio una amenaza para la estabilidad del reino: uno político, el carácter electivo de la monarquía, que por lo general impedía transiciones serenas; otro social, una minoría visigoda que regía los destinos de una mayoría hispano-romana; y un tercero religioso, el arrianismo de la casta política, que chocaba con el catolicismo mayoritario.
Los problemas de sucesión al trono nunca se resolverían, pese a los esfuerzos hechos en alguno de los concilios de Toledo. La cohabitación entre visigodos e hispano-romanos fue mejorando gracias a reformas legales como la que autorizó los matrimonios mixtos, que contribuyeron sustancialmente a la cohesión nacional. En cuanto a la cuestión religiosa, más allá de la convicción personal de los convertidos, que no compete a la Historia, se resolvió por decreto.
El camino no fue fácil, con un sinfín de conflictos políticos, sociales, económicos, religiosos e incluso familiares, y una guerra más que civil –en palabras de san Isidoro– entre los miembros de la familia real.
Recaredo había sucedido en el trono a su padre, Leovigildo. Éste, maniobrando inteligentemente para afianzar su poder, había no sólo triunfado en diversas campañas militares –que permitieron la ampliación de los territorios del reino–, sino asociado al gobierno a sus dos hijos, Hermenegildo y Recaredo. Dio origen, de este modo, a una pequeña dinastía que, aunque no pervivió demasiado, contribuyó decisivamente a modelar el nuevo perfil del Estado visigodo.
Leovigildo consideró que el reino difícilmente podía prosperar si no se actuaba directamente sobre los problemas que afectaban a su estabilidad. Fortalecido por los éxitos de sus campañas militares, que mantuvieron calmada a la siempre intrigante nobleza visigoda, decidió dar un paso más hacia la unidad del reino. Tal ambición no sería posible si no se lograba superar la división religiosa que aún existía en la España de la segunda mitad del siglo VI. Los dos grupos religiosos más importantes eran el católico y el arriano. Existía también un buen número de judíos, y el paganismo aún no se había extinguido totalmente, pero su influencia era menor.
Leovigildo ideó un plan que pasaba por suavizar los postulados arrianos a fin de hacerlos aceptables para los católicos. Con ese fin convocó en el año 580 un concilio de obispos arrianos en Toledo. Los resultados no fueron los previstos, puesto que no era fácil hacer converger hacia el arrianismo no sólo a la inmensa mayoría de la población, sino a toda una tradición teológicamente superior y segura de su ortodoxia, compartida, por lo demás, con el resto del orbe cristiano. El arrianismo no dejaba de ser una rémora del pasado, superada ya dogmáticamente, y sobrevivía sólo gracias a que era la religión de quien ejercía el poder político. Leovigildo no se resignó e intentó por todos los medios llevar a cabo su plan.
Aunque es cierto que en muchas ocasiones se empleó con violencia, no podemos afirmar que desencadenara una persecución contra los católicos. Envió al exilio a algunos obispos y obligó a rebautizar bajo amenazas a muchos católicos, pero nunca se trató de una persecución formal o general al modo en que parte de la tradición historiográfica lo ha querido presentar. No debe olvidarse que los católicos no sólo eran mayoría, sino que controlaban grandes áreas de poder, principalmente en los terrenos económico y cultural, y su influencia en la sociedad no era menor. Así se explica la resistencia episcopal y de gran parte de la nobleza hispano-romana a los planes unionistas de Leovigildo.
A estas dificultades externas se unió una interna. Leovigildo había encargado el gobierno de algunas zonas del reino a sus dos hijos, Hermenegildo y Recaredo. Al primero le fue encomendado lo que fuera la Bética romana. Poco después comenzaron los conflictos entre Hermenegildo y su padre. Sagazmente, Recaredo estaría siempre de parte de Leovigildo; quería hacer méritos ante la nobleza con vistas a la sucesión.
Las fuentes contemporáneas de que disponemos difieren a la hora de explicar los motivos y el desarrollo de esta guerra civil y familiar. Mientras que los autores extranjeros inciden en el factor religioso –Leovigildo no habría aceptado la conversión al catolicismo de Hermenegildo–, los nacionales pasan por alto este aspecto y se centran en cuestiones meramente políticas. La hagiografía sobre Hermenegildo surgiría muchas décadas más tarde; entre otras cosas, porque pocos autores contemporáneos habrían tenido el valor de echar en cara al recién convertido Recaredo las tropelías que su padre y él habían cometido contra su hermano mártir.
Leovigildo murió sin haber logrado sus objetivos. Le sucedió su hijo Recaredo, aunque no sin haber superado algunas dificultades iniciales –parte de la nobleza y de su propia familia seguía intrigando contra él–. El nuevo monarca afrontó el problema de la consolidación del reino en modo diverso a como lo había enfocado su padre. En lugar de forzar la conversión de los católicos, estimó que quizá fuera más sencillo convertirse él. Lo logró, pero no sin dificultades y con grave riesgo de perder algo más que la corona.
El arrianismo había creado una jerarquía paralela a la católica, aunque ésta gozaba de una mejor organización. Siguiendo la tradición tardorromana, los obispos católicos ejercían toda una serie de funciones que iban más allá de las estrictamente pastorales. Administraban justicia, gestionaban asuntos económicos, administrativos y de instrucción. Su poder y sus recursos eran grandes, y Recaredo se dio cuenta de la inutilidad de luchar contra unas instituciones tan fuertemente arraigadas.
No toda la parte arriana aceptó en bloque la nueva política del rey. Recaredo tuvo que sofocar durante dos años algunas rebeliones, en Mérida, Toledo y la zona narbonense. Superadas las dificultades, podía ya presentarse ante el órgano supremo de la iglesia española para sancionar la unidad religiosa del reino visigodo bajo la ortodoxia católica. Era el 8 mayo del año 589, en la sesión inaugural del tercer concilio de Toledo.
- La conversión de Recaredo (artículo original)