Revista Solidaridad
Son tiempos estos en donde la cooperación al desarrollo de los países de la OCDE se reduce presupuestariamente y en los que hablar en la Unión Europea de pobreza mundial es poco menos que predicar en el desierto. Son tiempos en los que los intereses de quienes estudian las dinámicas de la ayuda se están centrando tanto en la presencia china e india en el continente africano como en los flujos de cooperación sur-sur. Aparece así la imagen de una África Subsahariana como refugio de capitales, algo insospechado hace no más de 5 años. Del concepto de ayuda se ha pasado al concepto de oportunidad para las inversiones españolas, europeas y mundiales.
En todos los análisis que estudian estas dinámicas, un actor pasa desapercibido, quizás camuflado aún en esa categoría de Estado pasivo (Reactive State) que en los años 80 acuñó el politólogo Ken Calder. Se trata de Japón, un actor a medio camino entre los donantes del norte y los nuevos actores de la cooperación del sur y que actualmente es el cuarto donante en África Subsahariana.
La política exterior de Japón vino marcada desde el final de la Segunda Guerra Mundial por las consecuencias de ésta. Apartada de la diplomacia internacional y con las consiguientes reparaciones económicas que realizar a sus vecinos asiáticos, la política exterior japonesa terminó por estar encaminada a la reconversión de las éstas hacia la política de expansión comercial.
Sin embargo a comienzos de los 70 la relación entre Japón y el África negra comienza a estrecharse. Por una parte Tokio siente la necesidad de diversificar su suministro petrolífero a raíz de la crisis del 73, y por otra los jóvenes estados africanos significan votos para Japón en el seno de Naciones Unidas, en donde se encuentra aislado por sus vecinos asiáticos, en su intento de lograr un asiento permanente en el Consejo de Seguridad.
Desde entonces Japón se ha puesto manos a la obra en la cooperación al desarrollo con África Subsahariana, y lo ha hecho desde los mismos principios que le condujeron a iniciar la cooperación en Asia desde 1956, cuando aún recibía ayuda del Banco Mundial: prioridad del préstamo frente a la ayuda; cooperación sólo a demanda; y principio de autoayuda.
Los porqués de la aplicación de estos principios se pueden encontrar en la misma historia de desarrollo de Japón tras la Segunda Guerra Mundial. Tokio marca el mismo camino de disminución de la dependencia y de condicionalidad de la ayuda que le llevaron a ser una superpotencia económica 40 años después del desastre de la contienda. Por eso sólo se implica en proyectos que hayan sido presentados por los gobiernos de cada país (a demanda) y sólo asume el compromiso en la financiación inicial del mismo, asumiendo el país receptor toda la gestión y financiación en el desarrollo del proyecto (autoayuda). Sólo el principio de priorización de préstamos sobre la ayuda directa ha sido modificado en el desembarco de la cooperación japonesa en África Subsahariana. En términos históricos, la relación Japón-África ha visto incrementar la AOD japonesa gracias a la implicación nipona en la Ayuda Humanitaria, sector que no se adapta a la política de préstamos. Fuera de este sector, Japón se ha convertido en un actor importante en el ámbito de infraestructuras y del sector comercial.
La agencia de cooperación japonesa, JICA, ha abierto hasta 31 oficinas en África Subsahariana. Y aunque África Oriental es la zona de mayor presencia, el enfoque territorial japonés se basa en la colaboración con países, y no con regiones. Son Kenia, Tanzania y Sudán sus socios más importantes en el continente. E incluso ahora que Sudán se ha dividido en dos, su colaboración con el nuevo Sudán del Sur se ha materializado con la reconstrucción del puerto de Juba por parte del ejército japonés.
Japón se sitúa por tanto a medio camino entre los agentes del Norte y los agentes del Sur tan interesados en cooperar con África Subsahariana. Sus principales intereses en la región son de seguridad y de suministro de recursos y a pesar de las críticas que siempre se le han hecho de buscar un interés cortoplacista en su relación con los países subsaharianos, Japón está demostrando una visión más a largo plazo. Sólo así se explica la creación de las Conferencias Internacionales para el Desarrollo de África realizadas en Tokio, TICAD por sus siglas en inglés, que nacidas en 1993 están a punto de celebrar su quinta reunión. O la posterior creación del Foro África-Japón, asociado a las TICAD.
Si durante los 80 Japón pasaba por jugar un rol pasivo en las relaciones internacionales y en la política de cooperación con África, el cual tuvo su punto álgido cuando sólo las fuertes presiones internacionales lograron finalizar el apoyo de Tokio al régimen sudafricano del apartheid, en la actualidad su compromiso con el sistema de cooperación está resultando mucho más fuerte en el continente. África Subsahariana sigue siendo la segunda región mundial con presencia de la JICA, pero programas importantes de la cooperación japonesa, como el programa de Japoneses Voluntarios de Cooperación en el Extranjero (JOCV), ya cuentan con más presencia en África Subsahariana que en Asia.
En la medida en que Japón logre agilizar su burocracia ministerial –que constituye un grupo de poder interno de gran fuerza- en su relación con los gobiernos su presencia en África Subsahariana será más importante. Lo que en los 80 se interpretó como pasividad internacional del país nipón se está transformando en una cooperación y una diplomacia con los países de África Subsahariana silenciosa pero estrecha y efectiva. Las consecuencias de la recuperación del país tras el terremoto y el tsunami de 2011 pueden hacer bajar la capacidad japonesa de vincularse con los países africanos, pero sólo de manera temporal. El puente entre ambas regiones parece tendido y viendo los estrechos vínculos económicos y sus consecuencias que Japón ha logrado establecer con muchos países de Asia a través de su cooperación internacional, convendría no perder la pista a la aventura nipona al sur del Sahara.