Revista Opinión

La copia es el original

Publicado el 31 marzo 2012 por Rbesonias
La copia es el originalLa impronta más recurrentede la posmodernidad es su carácter autorreproductivo, la querencia a traer al presente, en constante horneado, copias del original primigenio. El destino del arte contemporáneo es en sí la incapacidad de crear algo nuevo, de evitar tomar como marco creativo algo más que el studium de obras pretéritas, aderezando su discurso estético de falsa originalidad, entendida ésta no como revelación -acaecimiento, que diría Heidegger- sino como prosaica macedonia de elementos dispares. Todo arte contemporáneo está condenado a realizar un remaking del pasado. Pero este rasgo no es tan solo patrimonio del universo artístico; afecta radicalmente a toda actividad humana. Los grandes relatos no tienen ya validez moral, entendidos éstos como un sistema coherente y cerrado, pero sí son aprovechados como remiendo discursivo para decodificar el tiempo presente o manipular su comprensión dentro de un entorno mediático, alterando su pragmática a través de enunciados perlocutivos, juego de palabras circenseEsta lógica es especialmente recurrente en uno de los subgéneros más fértiles del arte discursivo: la política. En ella, los viejos catecismos no pueden operar ya como biblia que aglutine el sentir general de la ciudadanía, sino tan solo como recurso estilístico o mero soporte retórico. El receptor posmoderno repele los discursos omniscientes; los mastica y digestiona si vienen presentados a modo de collage y en clave emocional, nunca como reglas de uso universal y estrictamente racional. En este sentido, puede afirmarse que el diálogo difuso que mantienen entre sí los gobernantes con sus gobernados es una llamada constante a rememorar el pasado, pero sin ceder a sus consecuencias ni creer sus mandamientos más allá del happening mediático que los acompaña; una búsqueda de epifanías profanas a modo de placebo autocomplaciente. La validez de los viejos sistemas de pensamiento político cumple una estricta funcionalidad mitológica, o más bien, remitologizante, pero siempre en un plano emocional. El ciudadano vive dos experiencias; por un lado, la real y determinante, la que afecta de manera radical a su cuerpo, y por el otro, la recreada por el teatro social y político, .El político contemporáneo no solo no cree en lo que dice, sino que también es consciente de que sus actos comunicativos son puestas en escena, actuaciones teatrales; del mismo modo que el sacerdote dice estar comiendo el cuerpo de Cristo y bebiendo su sangre, sin sentirse un antropófago, el político construye su perlocución a modo de una mera sinergía circunstancial, apoyada en retazos inconsistentes, de múltiples discursos diacrónicos, sin otra dirección que la intencionalidad subyacente: mover la voluntad del público asistente a su declamación. Para ello, debe necesariamente realizar un copy and paste, hacer ver como nuevo lo que ya ha sido dicho y está inconscientemente entronizado en el imaginario colectivo. En el fondo, no somos manipulados, disfrutamos con el engaño, queremos creer permanentemente en aquello que sabemos a ciencia cierta que solo tiene validez dentro del escenario. Nos gusta pensar que los valores con los que nos arenga el político son verdades indelebles, la resurrección milagrosa de un edén arquetípico; pero en realidad nada hay nuevo bajo el sol, solo copias fácilmente reproducibles de un relato fundacional que es imposible recuperar.La política contemporánea sigue fielmente las reglas del arte industrial: estética vicaria (fake), facilidad de reproducción, puesta en escena, poca esperanza de vida, estilo fragmentado, moralidad instrumental y amnesia. Un partido es una marca comercial que vende un producto en constante mutación discursiva. De hecho, lo realmente importante no es -como lo fuera en las formas clásicas de discurso- que el producto sea o no bueno, adecuado, justo o moralmente sostenible. Pero sí que parezca consistente, adaptado al marco emocional y el universo cognitivo del oyente. Para ello es necesario establecer un constante maridaje con el pasado, con iconos estereotipados, conceptos que con el paso del tiempo han perdido su univocidad para entrar en el campo difuso de la polisemia. Poco a poco, la ciudadanía va siendo más consciente de esta mutación en los marcos discursivos sobre los que se establece la acción comunicativa en política. En cristiano: cada vez creemos menos el discurso político, desvelado ante nuestros ojos como mera falsificación, y exigimos un pragmatismo riguroso y verificable. Sin embargo, este realismo político no implica que los discursos hayan menguado su poder perlocutivo. La diferencia esencial reside en el carácter difuso, moldeable y emocional de los mismos. Si un político  quiere que su verbo impregne durante el tiempo suficiente en el imaginario del electorado, debe obviar la vieja lógica discursiva, sistemática y coherente, centrándose no en lo que dice, sino en cómo lo dice, qué tono utiliza, qué pausas debe establecer, qué esquemas mentales debe teclear en su auditorio.En este sentido, las políticas conservadoras han sido más perspicaces, adaptándose con mayor rapidez a este nuevo paradigma comunicativo. Mientras que los progresistas permanecemos anclados en un catecismo decimonónico, en una dialéctica maniquea, en una atávica lealtad ideológica, sin un sólido sustrato en el que materializarse, los conservadores han sacrificado hablar de sí mismos, para centrarse en una sabia instrumentalización de los datos y en una eficaz economía discursiva, concentrada en pocos pero precisos imponderables éticos. La capacidad remitologizadora que capitalizaba el discurso político de la izquierda europea parece bascular hoy hacia la derecha, encontrando el ciudadano abrigo idóneo para sus anhelos más primarios. Si no espabilamos, si no hacemos un acto de autocrítica eficaz, en pocas décadas la ciudadanía reintentará nuevos mitos fuera del espectro argumental de la izquierda.Ramón Besonías Román

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