Revista Cultura y Ocio

La cordada vasca: un cuento de alpinismo

Publicado el 10 septiembre 2017 por Mariocrespo @1MarioCrespo

La cordada vasca: un cuento de alpinismo
El que se atreve a realizar una utopía se arriesga a fracasar,
pero en última instancia siempre gana
Reinhold Messner
Alberto Iñurrategi, Juan Vallejo y Mikel Zabalza: La cordada WOPeak, son los protagonistas de este cuento que podría haber sido una historia de ficción y que sin embargo es una crónica novelada de un rescate real. Y digo cuento, y no relato, porque, aun no existiendo una diferencia real entre ambos géneros, el cuento posee cierta herencia de la literatura oral y suele mantener una estructura más marcada y menos capitular; un esquema que, como esta historia de alpinismo, tantas veces termina con un desenlace a modo de moraleja. Pero permíteme, lector, reforzar la historia con algunos apuntes técnicos, o como se suele decir ahora, con un poco de no-ficción.
Una cordada un es grupo de más de dos escaladores que comparten una misma cuerda mientras progresan en la montaña, de tal modo que, en caso de accidente, unos puedan retener a los otros. Pero los miembros de una cordada no solo comparten cuerda, sino también recursos, esfuerzo y muchas veces amistad. La cordada vasca WOPeak, formada por tres de los mejores alpinistas del mundo, se definía a sí misma como «un proyecto de equipo que entiende el alpinismo como una escuela de vida en la que el compromiso, la tenacidad, el esfuerzo, el compañerismo, la superación y la emoción tienen la máxima expresión.» En un mundo como el del himalayismo, que ha sido absorbido por la competitividad extrema de Occidente; por la carrera de los ochomiles y la crónica deportiva de los grandes diarios, estos tres montañeros vascos representan la pureza de un estilo y una forma de entender la montaña; la de las vías difíciles y los grandes retos, la de la importancia del camino sobre la meta, la de la excelencia deportiva y los valores intrínsecos a la montaña. 
El proyecto WOPeak pretendía llegar a la cumbre de un ochomil en ocho etapas; es decir: la primera sería una montaña de mil metros, la segunda una de dos mil, la tercera una de tres mil… Y así consecutivamente hasta llegar a un ochomil, que en este caso sería el Gasherbrum, entre China y Pakistán, un conjunto de montañas compuestas de varios picos, entre los que se encuentran el GI y el GII. Los montañeros vascos, con varios ochomiles a sus espaldas, fueron completando todas las etapas hasta llegar a la última y más difícil. Sin embargo, amparados en su idea de la montaña como puerta de entrada al descubrimiento, decidieron evitar la ruta normal y enlazar ambas cumbres sin pasar por el Campo Base. De este modo, explorarían una vía que tan solo había sido escalada dos veces. Un gran colofón a su aventura como equipo, pues sería la última vez que estos tres deportistas, ya veteranos, formarían cordada. Sin embargo, el reto representaba un desafío al alcance de muy pocos. 
Iñurrategi, Vallejo y Zabalza llegaron a la cordillera del Karakórum con la ilusión de tres adolescentes que salen de excursión sin sus padres por primera vez; se aclimataron durante varias semanas y, una vez se sintieron preparados, intentaron el ataque a la primera de las cumbres. Pero, como sucede tantas veces en la alta montaña, el mal tiempo y la nieve acumulada en la ruta elegida les obligó a darse la vuelta durante su primer intento. La frustración que se produce en estos casos es tal que algunos alpinistas pierden su racionalidad como quien pierde las llaves al acomodarse en el asiento del coche y, en consecuencia, se lanzan a la cumbre con una gran carga de insensatez. Cuando el reto es muy grande y genera muchas expectación, la decepción que produce su fracaso se extrapola a los aficionados, que sentados cómodamente en los sofás de sus casas, o en las sillas de estudio frente al ordenador, rabian porque su cordada favorita no ha hecho cumbre. En otras palabras: dirigen su desilusión hacia sus ídolos como si fueran ultras de fútbol enfadados con los jugadores de su equipo tras una derrota. Tras el intento fallido de la cordada vasca, los foros de internet especializados, así como las redes sociales, se llenaron de mensajes que los acusaban de estar mayores, de no ser valientes o incluso de ser unos fracasados. Discursos de odio que no tienen cabida en los deportes de montaña, donde el simple hecho de esforzarse por coronar una cumbre, un esfuerzo físico que ningún otro deporte exige, merece el mayor de los respetos. 
La última intentona de la cordada tuvo lugar un domingo. La nieve seguía cayendo con fuerza y el viento soplaba con la furia de un escuadrón que defiende su territorio de las embestidas de un enemigo agotado tras días de asedio. Aun con todo, los tres montañeros lo intentaron hasta que, resignados, tuvieron que regresar. En ese momento supieron que no podrían conseguirlo, que la ventisca era más fuerte que ellos, que las fuerzas de la naturaleza les derrotarían y que la esperada ventana de buen tiempo no llegaría jamás. Sin embargo, el lunes, mientras descansaban en el Campo Base y preparaban su vuelta, arribó al campamento una expedición comercial que había hecho cima en el GII por la vía normal y les comunicó que uno de sus miembros, el italiano Valerio Annovazzi, se había quedado en el Campo III, a más de siete mil metros de altura. Se encontraba exhausto, tenía congelaciones y articulaba frases inconexas, lo que anticipaba un edema cerebral y, por consiguiente, una muerte lenta. Iñurrategi, Vallejo y Zabalza no se lo pensaron dos veces: cogieron el teleobjetivo del fotógrafo de la expedición, comprobaron que la tienda del Campo III seguía en pie, se vistieron, se calzaron los crampones, cargaron el poco material que necesitaban para escalar al estilo alpino y se lanzaron de nuevo a las duras pendientes de la montaña. 
Las expediciones comerciales están formadas por varios alpinistas que la mayor parte de las veces no se conocen entre sí y se unen para pagar los permisos y los servicios de porteadores y de guías. El problema de estas expediciones estriba en que, en caso de accidente, al no existir entre ellos ningún vínculo y no tratarse, en muchos casos, de alpinistas profesionales, se impone el individualismo y nadie mira por la cordada, a consecuencia de lo cual el descenso se convierte en una lucha descarnada por la supervivencia donde la única máxima que existe es la del “sálvese quien pueda”. Así la cosas, los montañeros vascos no tardaron en darse cuenta de que la noticia que la expedición comercial había traído al Campo Base representaba un reto aún mayor que el que se habían planteado en un principio; tenían que subir al Campo III antes lo más rápido posible y bajar al montañero sano y salvo. 
Como afirmaba el más grande de los alpinistas, Reinhold Messner, existe un alpinismo de conquista, otro de dificultad y finalmente uno de renuncia. El de renuncia al oxígeno, a los porteadores y a los campamentos de altura; la exaltación del estilo alpino. Eso era exactamente lo que estaban haciendo los vascos; subir ligeros y veloces, tan rápido que su ascensión recordaba las mejores gestas del malogrado Ueli Steck. Doce horas después de partir habían llegado al Campo III. Allí comprobaron que Valerio Annovazzi yacía dentro de su tienda en un estado de salud más que delicado. El montañero italiano, de 59 años, estaba deshidratado, tenía congelaciones y no se atrevía a abandonar el campamento. Llevaba cuatro días sin comer y apenas había ingerido líquidos. Tan solo esperaba con calma la llegada de la muerte o de un milagro. Y éste se le presentó personificado en una de las mejores cordadas de todos los tiempos, formada por tres alpinistas a quienes los agoreros había acusado de viejos y cobardes tras renunciar a la cumbre del Gasherbrum. Un equipazo que representaba el alpinismo de siempre: el del todo o nada, el de o todos o ninguno, el de aquellos que, en un paradójico canto vital, se juegan su vida para salvar otras. 
Para Annovazzi, la visión de estos tres hombres debió de suponer una suerte de aparición mariana; una revelación. Le dieron agua y alimentos y le administraron dexametasona para oxigenar su sangre y que, de este modo, pudiera recuperar algo de fuerza para el descenso. Cuando el hombre por fin reaccionó, decidieron bajarle al Campo II, a 6.500 metros de altura, donde pasaron la noche. A la mañana siguiente, aprovechando el último hilo de fuerza que le quedaba al italiano, lo ataron en corto y se turnaron para bajarlo. Pero caminaba muy despacio, con paradas continuas, y el descenso se convirtió en un proceso arduo y fatigoso. Bajar con Annovazzi era como bajar con una bandeja atestada de copas de cristal. Requería pericia y precisión. A pesar de todo, unas horas más tarde arribaron al Campo Base entre el clamor de los allí presentes, que reconocían que ninguna cumbre del mundo representaba un éxito de semejante magnitud, pues esta forma de entender la montaña y el deporte es el único alpinismo en el que muchos creemos, la más alta de la cimas, la de la vida.  

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