Revista Cultura y Ocio

La corredora

Publicado el 11 julio 2016 por Charo
LA CORREDORA
La lluvia suave, que no para de caer desde hace días, amortigua el ruido de las pisadas en el asfalto de la noche. La ciudad duerme, apenas unas cuantas luces encendidas en algunas ventanas dispersas. El marido de Laura también duerme ayudado por el somnífero que ella disuelve cada noche en las cervezas que le sirve cuando llega a casa, muy poquito en cada una de ellas, para que no lo note. Laura apenas duerme, unas cuantas horas al día le bastan para que su organismo se recupere. En cambio necesita correr, su cuerpo se lo pide para mantener a raya la angustia, el pánico que la atenaza cada día cuando oye la llave en la cerradura.    El agua fría le empapa el pelo y le resbala por la cara mientras corre con un ritmo lento. La  hace sentirse limpia y le alivia el dolor del golpe que tiene en el pómulo derecho y que al día siguiente le producirá otro morado más que añadir a la lista.    Al doblar la esquina de la calle Constitución con Parlamento una espesa niebla la sorprende de pronto  y la obliga a bajar el ritmo. La lluvia deja de caer y la blanca humedad la envuelve por completo. Un resplandor lechoso la deslumbra y la hace tropezar con un obstáculo que no consigue identificar cayendo al suelo sobre una sustancia pegajosa que parece miel. Tiene el color y la consistencia de la miel de flores pero no lo es. Desprende un olor a cloaca y podredumbre que llega a su nariz y la inunda por completo. No puede soportarlo. Intenta levantarse pero resbala una y otra vez embadurnándose más de la pegajosa melaza hasta que sus manos consiguen asirse a un pequeño arbolito en el que no había reparado. El árbol es tan delgado que se dobla con el peso de Laura amenazando con partirse, pero poco a poco va afianzando sus pies hasta salir de la dulce trampa. Está desorientada y no consigue distinguir nada. Camina hacia adelante muy despacio con los brazos extendidos hasta que sus manos tocan una pared y  continúa pegada a ella hasta que llega a una esquina. La niebla se disipa tal y como apareció. Reconoce el edificio de correos de la Gran Vía y se siente confusa, está muy lejos de su casa. Comienza a correr de nuevo hacia abajo.  Es la avenida más grande de la ciudad y desemboca en la playa. Mientras corre, va recuperando la serenidad que produce en su mente la liberación de endorfinas. Vuelve a llover pero no con la suficiente intensidad como para desprenderse de la asquerosidad que le emplasta el pelo, la cara,  la ropa y las manos. Se quita el chubasquero, le da la vuelta y se lo pasa por la cara y el pelo intentando arrastrar la pestilente pringosidad pero solo consigue untarse más. Para un momento y se quita también las mallas intentando llevarse con ellas el pringue de las zapatillas.     Continúa corriendo pero algo en el ambiente ha cambiado. Ya no llueve, las gotas de agua se han transformado en una especie de pétalos blancos que se disuelven al contacto con su piel caliente. Mira hacia arriba y queda fascinada por el espectáculo.  Es la primera vez que ve nevar. En su país nunca nieva. Los grandes copos caen con suavidad como si fueran pequeñas plumas blancas. Se tumba en el suelo y mira hacia arriba embobada por los blancos tirabuzones que revolotean suspendidos a la luz de las farolas antes de caer al suelo o sobre su cuerpo. Los primeros copos se deshacen al contacto con su piel, pero cada vez son más grandes y se van acumulando encima de ella y a su alrededor. Embobada con el fenómeno no se da cuenta de que la nieve la está cubriendo hasta que comienza a sentir frío, pero ya es tarde. La frialdad se introduce por los poros de su piel y llega a su corazón que va dejando de latir y de bombear sangre a sus miembros entumecidos. La tentación  de dejarse llevar por la sensación embriagadora que la inunda es muy fuerte  pero su impulso por correr lo es más. Correr es toda su vida. Por su mente pasan  imágenes de las carreras en las que participaba en su país, de la euforia después del triunfo, de libertad, de superación, todo lo que dejó atrás por amor a un hombre que ya no sabe en qué se ha convertido. Lucha por superar el letargo en el que está sumiéndose, mueve una pierna y después la otra, se apoya en las manos, se levanta  y se sacude toda la nieve que tiene encima. Tiene los músculos muy fríos y los primeros pasos son tambaleantes pero a los pocos minutos ya ha vuelto a recuperar el ritmo. Todavía le quedan restos de miel en el pelo y en la cara. A lo lejos se divisa el oscuro océano con las lucecitas de los barcos de pescadores. Un suave olor a mar le va llegando hasta su nariz mientras aumenta el ritmo de la carrera. Su corazón ha despertado y bombea la energía a todos sus músculos. Su meta no está lejos.
  Cuando llega a la playa se mete en el agua y se agacha a recoger  la arena del fondo con la que se restriega el pelo, la cara y las manos eliminando por fin la melaza de su piel mientras por el este unos tímidos rayos de sol hacen su aparición.  


LA CORREDORA

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