El 18 de mayo de 1959 se iba a celebrar en Madrid una corrida que la sorna popular había bautizado como “la del salario del miedo” y “la vuelta ciclista a España”, por lo que iban a tener que correr los toreros.
Pepe Luis Vázquez, Antonio Bienvenida y Julio Aparicio formaban el cartel de veteranos que ese 18 de mayo iban a actuar en Las Ventas para lidiar una corrida de los herederos de Jesús Sánchez Cobaleda. Debido a sus últimas actuaciones, en las que el trío de espadas había estado poco afortunado, el ambiente estaba predispuesto contra ellos. Los sectores más bromistas y virulentos de la afición acudían esa tarde dispuestos a ver fracasar a los matadores. Sin embargo, todas las suposiciones eran erróneas. Los tres dieron una lección magistral y las fobias se transformaron en filias.
Contaba Antonio Díaz Cañabate en su crónica que, Pepe Luis, que acababa de reaparecer en los ruedos después de seis años de ausencia, volvió a desempolvar el frasco de las esencias. De su capotillo afloraron las verónicas a pies juntos y las afiligranadas chicuelinas. De su muleta planchada, pequeña y tersa, salió la gracia del natural, a la vez que hondo y florido. Un Pepe Luis que había vuelto al ayer, cuando toreaba con Manolete y Arruza, enseñando la majestad del pectoral profundo y la inspiración del molinete desgarrado y del alegre pase del kikirikí.
Por su parte, Antonio Bienvenida, con su naturalidad y despaciosidad, bordó el toreo con la derecha. Unos muletazos diestros, que eran auténticos naturales, porque natural no es el que se da con la zurda, sino el que se instrumenta con naturalidad. Hasta con la espada estuvo acertado ese día el Maestro Bienvenida.
Y de colofón, Julio Aparicio. El maestro de la madrileña Fuente del Berro toreó extraordinariamente con el capote, y con la muleta sacó a relucir su casta y su dominio, igualando el éxito de sus compañeros.
Los pronósticos fallaron
El público queda extasiado con la gracia, la naturalidad y la casta que le brindan los tres maestros. Los vaticinios pesimistas habían quedado desmantelados por las magníficas actuaciones que se habían producido en el ruedo. Los tres espadas acabaron saliendo por la Puerta Grande, después de haber bordado el toreo.
Los aficionados salían toreando de la plaza. Por la calle de Alcalá subían los tres toreros a hombros del gentío. No eran los asalariados al uso que se echan al ruedo para transportar triunfalmente a los matadores a cambio de dinero, sino auténticos espectadores conmocionados por la tarde de buen toreo que les había sido brindada. Escoltados entre guardias iban los tres matadores: Pepe Luis Vázquez, de grana y oro; Antonio Bienvenida, de purísima y oro; y Julio Aparicio, de blanco y oro. De ese metal precioso estaban hechos los tres.