Uno de los debates más relevantes que debería abrir la actual pandemia de la Covid-19 es sobre el actual sistema de patentes de medicamentos que hay en el mundo.
En términos generales, este sistema permite a los descubridores de algún nuevo fármaco disfrutar de la exclusiva de su venta -al precio que desee- durante veinte años. Un sistema inicialmente concebido para que las empresas privadas que habían invertido mucho dinero en investigar para descubrirlo pudieran tener una compensación adecuada e incentivos para seguir haciéndolo en el futuro. Además, se decía que de esa manera se fomentaría la competencia y que los mercados se encargarían de proporcionar un flujo suficiente de innovaciones farmacéuticas para hacer frente a las enfermedades.
La experiencia, sin embargo, ha mostrado que el sistema de patentes dominantes no proporciona competencia sino una concentración muy fuerte de los mercados, a veces auténticos monopolios; es decir, una sola empresa que domina el mercado y que puede establecer precios muy por encima del coste de producción, lo que le proporciona ganancias extraordinarias a costa, sin embargo, de escasez artificial de medicamentos.
Los ejemplos de la ineficiencia que producen las patentes de los medicamentos son abundantísimos y está más que demostrado que, lejos de generar los efectos benéficos que justificaron su puesta en marcha y desarrollo legal, son la causa de millones de muertes en todo lo mundo, sobre todo, porque su alto precio los hace inaccesibles en muchos países.
Uno de los más recientes tratamientos para hepatitis C de la farmacéutica Gilead, el sofosbuvir, tiene un coste de producción de 101 dólares, según un estudio de la Universidad de Liverpool. Sin embargo, se vendía en Estados Unidos a 84.000 dólares, en Francia a 61.000, en Reino Unido a 54.000 y en España a 28.000 dólares. Es decir, a un precio 832 veces más caro de lo que cuesta, en Estados Unidos, y 277 veces más, en España. Para las regiones en desarrollo, el fabricante estableció un precio medio de 2.000 dólares, más bajo pero claramente prohibitivo para la inmensa mayoría de ellos. No puede extrañar, así, que de los casi ochenta millones de enfermos de hepatitis C que hay en el mundo sólo reciban el tratamiento algo más de tres millones.
Hace un par de años se publicó un artículo en el que se analizaron los costes de obtener diez medicamentos contra el cáncer: en promedio, un tiempo de 7,3 años y 648 millones de dólares y, en total, unos 7.000 millones de dólares. Cuando se publicó el artículo habían producido ya 67.000 millones de dólares y todavía les quedaban, en promedio, 8,3 años para seguir generando ganancias.
También se ha estudiado muy a fondo el por qué de los precios tan elevados de un producto tan necesario como la insulina que impiden que miles de personas puedan tener tratamiento o tenerlo completo, incluso en un país tan rico como Estados Unidos. Allí, los precios subieron un 262% en en 2017-2018 y un 44% desde 2209, así que no es casualidad que se haya descubierto que uno de cada cuatro pacientes con diabetes encuestados experimentaran un uso insuficiente de insulina relacionado con su precio. Las empresas dicen que esos precios son debidos a los altos costes de investigación pero lo cierto es que desde 2009 han distribuido a sus propietarios 122.000 millones de dólares en dividendos o recompra de acciones (todos estos datos aquí).
Esta última es la prueba de que los precios que establecen las grandes farmacéuticas no responden a sus costes, sino que son el fruto de su condición monopolista: obtienen una rentabilidad mucho mayor que la de otros sectores. En Estados Unidos, mientras las 500 empresas más grandes tienen un promedio de tasa de beneficio del 5%, las 10 empresas farmacéuticas más grandes de ese país registran un promedio del 17% de beneficios. Y eso no sólo es ineficiente sino también injusto pues se ha demostrado que la producción de medicamentos por las empresas farmacéuticas privadas conlleva un gran componente de dinero público que luego no se recupera (investigación que lo demuestra, aquí)
No hay que olvidar tampoco, que para mantener sus privilegios monopolistas, las farmacéuticas recurren a todo tipo de malas prácticas que producen aún mayor grado de ineficiencia: acuden constantemente a los tribunales para evitar que se desarrollen productos genéricos de bajo coste, sustituyen las moléculas para producir otros medicamentos idénticos o los venden bajo otra denominación gastando cifras fabulosas en marketing. Y una de las peores consecuencias de que la producción de medicamentos esté sometida a la iniciativa privada es que, lógicamente, las empresas se dedican a producir los medicamentos que tengan demanda solvente y no a los que responden a las necesidades de las personas, por muchas que sean, sin ingresos suficientes para costearlos.
La pandemia de Covid-19 está poniendo en primer plano este problema. Algunas empresas en posición de monopolios, como 3M en la producción de diversos tipos de mascarillas, ha dificultado que se pueda disponer de suficiente número de ellas; lo mismo ha sucedido con unos respiradores denominados N95, además de con algunos productos (remdesivir, favipiravir y lopinavir) que al parecer podían proporcionar buenas respuestas frente al virus y que están sometidos a diferentes patentes que impiden su utilización masiva.
El caso más esperpéntico que se está produciendo en las últimas semanas es el de algunas empresas fantasmas que registran patentes de kits de pruebas de detección de la Covid-19 realmente inexistentes, de modo que bloquean las que puedan ir descubriéndose y reclaman derechos millonarios por algo que, en realidad, no han descubierto previamente (información aquí).
El derecho de patentes sobre medicamentos que hoy día existe en el mundo (e igual podríamos decir de las patentes sobre semillas u productos básicos para la vida humana) es sencillamente criminal. Los precios de monopolio que genera comportan escasez artificial de medicamentos que produce millones de muertes en todo el mundo. Es imprescindible que se modifique para que se pueda desarrollar la ciencia abierta que permite obtenerlos a precios mucho más bajos que los hagan completamente asequibles para toda la población mundial que los necesite. Aunque limitadas, ya tenemos experiencias de que eso es posible y pruebas de que, cuando se actúa de otro modo, los resultados son mejores. Así lo demuestran, por ejemplo, las redes de investigación, de laboratorios y fundaciones sin ánimo de lucro que hacen posible que todos los años dispongamos de vacunas contra la gripe, el Sistema Mundial de Vigilancia y Respuesta a la Influenza de la Organización Mundial de la Salud, o el Fondo de Patentes de Medicamentos, también de las Naciones Unidas.
¿De verdad creen que algo tan fundamental como una vacuna frente a la Covid-19 puede quedar simplemente en manos de una empresa monopolista que pudiera venderla a un precio desorbitado que le permitiera obtener beneficios multimillonarios, tal y como ocurre con tantos y tantos otros medicamentos? A mí me parece una barbaridad y por eso me resulta inexplicable, salvo por razones de una torpeza tan grande en la que me cuesta trabajo creer o de pura complicidad con las grandes empresas, que los gobiernos no estén dando pasos decisivos en este sentido. Ya es hora de acabar con las normas que contemplan la vida humana en este planeta como una simple fuente de ganancias para un puñado de grandes empresas.