Y no estoy hablando de cosas materiales, que también. Es cierto que en estos tiempos que nos tenemos que apretar el cinturón hasta ahogarnos, porque a este paso ya no habrá agujeros en el mismo, los sueldos se han recortado y por lo tanto los gastos también. Pero cuando pienso que la crisis afecta a los niños lo digo en el sentido afectivo.
En estos duros días que corren en los que un papá normal llega a casa con un nuevo recorte de sueldo; la paga hace tiempo que es inexistente; a una mamá como cualquiera de nosotras la obligan a trabajar más horas por amor al arte; el paro sobrevolando el hogar familiar al acecho de alguna nueva víctima. Los ánimos no están muy positivos que digamos.
Y a todo esto se suma que el sábado aquella familia sufrida va a hacer la compra semanal, lo básico, claro está, que no estamos para florituras, y observa con una mezcla de sorpresa y obligada resignación, que la fruta, los cereales y los alimentos indispensables en general han vuelto, otra vez, a subir de precio.
Ropa, ya casi que mejor recuperamos aquella práctica ancestral del remiendo y nos agarramos al siempre efectivo rodillo de la tienda de los veinte duros para quitar las bolillas de los jerseys, que no estamos como para renovar el vestuario.
Y seguimos. Porque mientras los sufridos papás intentan hacer auténticos trucos de magia o ejercicios básicos de trilero, para que los euros del monedero se multipliquen a lo milagro bíblico, tienen que oír las vocecillas de sus hijos, que claro, no entienden el por qué de tanto cambio drástico en sus vidas, que preguntan por qué hoy no se compran natillas y los cereales poco menos que hay que contarlos o por qué no hemos ido a la zapatería a comprar esas bambas tan chulas que tiene mi amigo fulanito y sin las cuales seré el hazmereir del colegio.
Tampoco nos olvidamos de aquellas visitas a la pediatra que cuando por fin nuestros pequeños se han ganado su confianza ha desaparecido sin dejar rastro por causa de unos señores infames que se llaman "recortes". O la cada vez más pésima educación que reciben en la escuela, que, aunque ellos no sean muy conscientes, el tiempo les hará ver la cruda realidad.
Total, que ante este panorama estereotipado pero que por desgracia, muchos de nosotros nos veremos identificados con alguno de sus aspectos, creo que es muy humano que ni papá ni mamá lleguen a casa con ganas de sentarse en el suelo a jugar a indios y vaqueros. Centrarse en intentar compartir la felicidad de tus hijos en estos tiempos de incertidumbre y amenaza constante se hace realmente muy difícil. Hace tiempo ya os hablaba de la conexión que tienen nuestros hijos con nuestro estado de ánimo. Pues ahora, más que nunca, hemos de hacer el esfuerzo porque nuestras preocupaciones no traspasen la barrera de esa inocencia infantil que, por desgracia, tiene una fecha de caducidad cada día más cercana.
Los niños no son tontos y se enteran de todo. Y aunque pueden aceptar y quizás también sea una buena lección de vida que tiene que aprender a sobrevivir sin esas bambas supersónicas y que porque coma una manzana no va a ser menos feliz que con una natilla, no creo que se merezcan sufrir las angustias de sus padres. No es justo que tengan que ver cómo de repente todo cambia, incluso el ánimo de papá y mamá que ya no están para puzzles o muñecas. Porque cada vez se hace más difícil sonreír con la que está cayendo.