Venía con una crisis de escritura. Bastante tiempo sin poder soltar los dedos en el teclado o la birome en el cuadernito. La sensación conocida, asfixiante, de no poder volver a hacerlo más.
Si algo me mantenía firme, era el hecho de saber que estas cosas nos pasan periódicamente a quienes nos dedicamos a escribir. Bloqueos, les dicen. Pueden ser breves o largos, larguísimos: al menos así parecen mientras los transitamos.
Pero buen. Una semana antes de la cuarentena opcional (no la obligatoria, la opcional), logré empezar a sacudírmelo tímidamente. Me aferré a ciertos lugares y personajes sobre los que tenía ganas de contar, en clave de historias para niños, y poco a poco, me fui soltando, me volví a entusiasmar (en el fondo, toda crisis personal no es sino de entusiasmo, de sentirse vivo en lo que uno está inmerso).
Así llegué entonces a la primera de las cuarentenas. Escribiendo. Así transité la segunda, y me metí en lo que podríamos llamar la tercera, aunque por acá le digan con asepcia segundo ciclo.
Ahora ya no tengo dudas de que lo puedo seguir haciendo: ni intelectual ni emocionalmente. Puedo escribir sin tener que pensar, como si volviera a andar en bicicleta. Ahora lo que intento, sin embargo, es resolver la otra crisis (en la que nos metimos la mayoría de las personas), la crisis de ingresos.
De esa sabremos también salir.