Este final, que habla por sí mismo, es una síntesis conmovedora de la historia que narra la película: la vida de un artista que ha conocido el triunfo tanto en lo personal como en lo profesional, pero que, por diversas causas, siente que lo ha perdido todo: el fallecimiento de su hijita ha desequilibrado su vida conyugal y la osadía de su lenguaje ha provocado una negativa reacción del público en el estreno de su última obra. Cuando llega a Venecia, ya con aspecto cansado e incluso enfermizo, buscando un unos días o semanas de reposo, se topa con personajes que le irritan y obligan a hacer un continuo ejercicio de paciencia. Pero, una vez instalado en el hotel de moda, se encuentra cara a cara con la materialización del ideal del artista, la eterna reflexión sobre la perfección del arte y su completo contraste con el mundo que nos rodea. La indescriptible belleza de un niño que veranea en el mismo lugar le recuerda todo aquello por lo que ha luchado y le hace tomar aún más conciencia de lo que jamás alcanzará. Los gestos del niño, su vestuario, sus movimientos… traen a su memoria las conversaciones sobre si el artista puede alcanzar la belleza a través de su trabajo o si la belleza nace de forma espontánea, ignorando o incluso despreciando el esfuerzo del artista. Tadzio representa todos los tipos de belleza, incluyendo la de la obra de arte y también la del triunfo de la juventud sobre la vejez y la de la vida sobre la muerte. Contemplarle es lo único que alegra al protagonista y lo único que parece insuflarle algo de vida. Visconti, y sobre todo Thomas Mann en la novela que dio origen a la película, hacen resonar las teorías de Platón sobre cómo la belleza nos conduce hacia el bien. Y, sobre todo, describen sutilmente algunos pasajes de la vida de Gustav Mahler, cuya música es indiscutiblemente la voz de la hermosura de Tadzio y también la del paraíso perdido del compositor y, en general, la de la belleza. La banda sonora de la película, fundamentalmente el Adagio de la 5ª Sinfonía de Mahler, dota de un lirismo inigualable a toda la cinta, de manera que la muerte de Aschenbach, los maleantes de Venecia o la pestilencia del cólera no producen la repugnancia que inspirarían de verlos sin fondo musical.
¿Qué música merecería la descripción de una historia parecida en el mundo que nos rodea? El aspecto de nuestra decadencia es mucho más horrendo que el final de la Belle Epoque de la Venecia de Visconti. Detrás de nosotros no se oye el acompasado murmullo de los gondoleros. Tampoco descubrimos, al darnos la vuelta, un universo elegante como el del hotel Lido, donde mujeres y hombres van vestidos de blanco, beige y azul, como en un cuadro de Sorolla. Lo que escuchamos en la calle, cuando el ensordecedor ruido de nuestra vida actual se detiene un instante, no es una canción popular italiana o española y mucho menos un cuarteto de Beethoven, sino los ácidos tonos de unas músicas urbanas que seguramente reflejan mejor que ninguna otra nuestra sociedad, pero que han olvidado por completo que en los pilares de nuestra civilización existió un hombre llamado Platón y muchos siglos donde se discutió el ideal de la belleza y del bien.
La película de Visconti no hunde a nadie en la miseria, a pesar de que relata una historia triste y no tiene un final feliz, porque en la insondable nostalgia del Adagio de Mahler hay algo de esperanza, aunque sólo sea producto de su perfección y de su genialidad. Cuando escuchamos algo tan sublime, aunque sea melancólico —igual que cuando Aschenbach contempla a Tadzio— calmamos nuestra desesperanza y recobramos las fuerzas y, en este sentido, la belleza produce un buen efecto en nuestro ánimo.
La sociedad española siente una profunda nostalgia, pero, al menos en su superficie, parece que sólo es material. Sin embargo, si observamos más allá de las frases hechas que todos decimos sobre la crisis económica, algunos sentimos que hay algo mucho más profundo: la crisis de la ilusión. No está claro qué hermoso mundo hemos perdido ni qué ha imaginado la sociedad española que iba a ser España en el siglo XXI, pero sí es cierto que la realidad no parece corresponder a lo que esperábamos. La crisis económica es el estrato inferior de una pirámide coronada por la falta de proyectos. A pesar de las angustiosas cifras del paro, esta época es mucho más floreciente que otras que conocieron nuestros abuelos y bisabuelos. En aquellas épocas las etapas de la vida estaban mucho más encorsetadas y, en particular la mujer, tenía un tiempo para iniciar una vida personal y profesional que, una vez pasado, la inhabilitaba para todo tipo de futuro. Si pensamos en detalle las oportunidades que ahora existen y que no tuvieron familiares nuestros de otras generaciones, tal vez lleguemos a la conclusión de que el pesimismo ha tomado una forma mucho menos artística que la que Visconti dibuja en tonos pastel. Una inmensa mayoría de la sociedad —incluyendo a muchas personas que no sufren avatares económicos— ve la botella medio vacía.
Si la crisis económica es el primer síntoma y el más grave de nuestros tiempos, la crisis de la ilusión debería ocupar un segundo puesto o incluso un primero ex aequo. Muchas personas, de todas las edades, no tienen ilusiones. El escepticismo ha bañado los proyectos personales y la pereza los profesionales. Nadie niega que el egoísmo, la falta de solidaridad, la absoluta pérdida de todo tipo de buena educación, la muerte de la dignidad y del honor, no facilitan que tengamos confianza y mucho menos esperanza en nuestros semejantes. Entre la crisis económica y la desilusión se extiende una mediocridad abrumadora.
El consumismo ha contagiado a la psicología y no solo se consume ocio, sino relaciones humanas. Igual que compramos y tiramos tostadoras e impresoras porque arreglarlas resulta más complicado y costoso, tiramos relaciones de amistad y de amor sin dedicarle un largo tiempo de reflexión.Se ha transmitido una mala comprensión de ciertas teorías psicológicas que, con mucho sentido, recomiendan no empecinarse con lo que no va bien. Sin embargo, la vida de todo ser humano está repleta de contrariedades y de momentos en que —como el protagonista de Muerte en Venecia— queremos ir a un lado y el gondolero se empeña en llevarnos a otros. Así que tampoco podemos desterrar de nuestras vidas las nociones de esfuerzo, paciencia o resistencia, que parecen hoy anticuadas y casi patológicas.
Cuando no encontramos respuestas ni ayuda en nuestros semejantes, el Arte es un gran consuelo. Su perfección y belleza calman, fortalecen y estructuran. Es necesario poner música de fondo a nuestras apesadumbradas vidas y escuchar a diario a Mahler, Mozart o Bach, apoyarse en ellos como en los genios de la pintura, de la poesía y también del pensamiento y de la ciencia. Los grandes hombres y mujeres de la historia puede que no fueran personas ejemplares pero sus obras alientan nuestras vidas.
«Sólo tenemos la edad que sentimos»,le dice un peluquero a Gustav Aschenbach en una escena de la película de Visconti, cuando se dispone a arreglar su aspecto desaliñado y rejuvenecerle. Sentimos una mezcla de escepticismo en la mirada del músico y también de un cierto dejarse llevar, como si quisiera estar lo más presentable posible para cuando se cruce con Tadzio, no porque pueda estar a su altura o porque espere ser correspondido, sino casi como signo de respeto. Tal vez como Aschenbach hay que animarse, ponerse guapo, vestirse bien y salir a la calle con la esperanza de cruzarnos con Tadzio, encontrarnos con situaciones donde haya belleza en todas sus manifestaciones y vivirlas, aunque sea como meros espectadores. Volver a ver Muerte en Venecia, escuchar las sinfonías de Mahler, visitar una vez más el Prado o releer los Diálogos de Platón pueden ser, hoy en día, un refugio seguro y fuente de respuestas.
[Este texto fue publicado en 2013, en Paradigma. Revista universitaria de cultura de la Universidad de Málaga, nº 15, junio 2013, pp. 45-48. ISSN 1885-7604.]