Imagen tomada de El Mundo
De los muchos ámbitos a los cuales está afectando la crisis económica en la que está sumida España, el de la cultura es uno de los que más se está resintiendo. El motivo es que, mal que nos pese a aquellos que amamos la cultura y vivimos de sus empresas, la cultura como producto es un bien de lujo para la sociedad; algo que sólo llega en países social y políticamente estables y con una economía más o menos saneada. En la prensa nacional y regional hace meses que se pueden leer distintas noticias sobre el estado de la industria cultural española. Desde aquellos artículos en los que se alerta sobre la fuga de talentos artísticos al extranjero, como única salida para poder desarrollar al máximo sus carreras, hasta aquellos que anuncian el vacío y la deriva de los muchos (demasiados) museos inaugurados e impulsados por las instituciones públicas, o los que lamentan la desaparición de espacios o compañías dedicados a la cultura.
Esta semana, en Santiago de Compostela, los propietarios de la Sala Nasa anunciaron su más que previsible cierre ante el cambio de gobierno en la ciudad. Las actividades de la Nasa (conciertos y teatro, fundamentalmente) equivalen al 25 % de la oferta cultural de la ciudad de Santiago, lo cual no es poco si tenemos en cuenta que esta localidad cuenta con la Universidad, es la sede del Centro Drámatico Galego, recibe buena parte de las actividades organizadas por la Xunta de Galicia y tiene empresas municipales que brindan un fuerte apoyo económico a la cultura, como es el Consorcio de Santiago. El marcado carácter político de los socios de la Sala Nasa parece haberla condenado a su desaparición ahora que soplan nuevos vientos políticos, ya que la entidad precisa de la subvención del ayuntamiento para poder sostener su actividad; aunque rara vez su oferta era gratuita y para acceder a ella siempre era necesario pagar la pertinente entrada.
El ejemplo de la Nasa nos pone el paradigma de nuestro modelo de generación y consumo de los distintos productos culturales: la cultura subsidiaria; que es, precisamente, el modelo en crisis. Tanto como empresarios culturales como consumidores nos hemos acostumbrado y acomodado a la cultura subvencionada. Ello se debe, en primer lugar, a que la cultura como producto de ocio es cara. Muy cara. De ahí que los principales promotores sean las instituciones públicas y, tras ellas, fundaciones privadas por lo general hijas de los gigantes económicos del país: bancos, cajas y alguna empresa energética. La presencia del coleccionismo privado es casi anecdótica, pero sobrevive o por subvenciones -como el caso de los Thyssen- o por desarrollar sus actividades bajo el formato de fundación -como la Fundación Juan March, la Fundación Lázaro Galdiano o la Fundación Medinaceli, por citar algunos ejemplos. Incluso colecciones extranjeras como la de los Guggenheim llegaron a España previa inversión pública.
El sustento de las instituciones ha favorecido un consumo fácil, casi podíamos decir que inmediato de la cultura. Lo cual se bueno si pensamos que el fomento del ocio cultural es enriquecedor para la sociedad y favorece el que los ciudadanos medios demanden más cultura y de calidad. Sin embargo, tiene una cara B perniciosa que es la vanalización de la cultura y la devaluación de su verdadero coste. Acostumbrados al gratis total a los ciudadanos cada vez les cuesta más pagar por consumir cultura a no ser que entiendan que ésta es de alta calidad, creándose una dolorosa paradoja. Preferimos pagar un precio elevado por una actividad que entendemos es de gran calidad (incluso cuando este precio es inferior al coste de la actividad por estar ésta subvencionada) a pagar precios irrisorios por disfrutar de verdaderas maravillas. En este sentido las actividades musicales y teatrales suelen verse favorecidas mientras que el patrimonio cultural, cuyo mantenimiento suele ser altísimo pero sus precios de acceso tienden a ser más bien bajos, se ve muy perjudicado. Y hablo desde el conocimiento. Pagar 1 € por visitar un monasterio como el de Sobrado dos Monxes es una limosna, como también lo es pagar 2 € por visitar la iglesia y museo de San Martín Pinario, que alberga una de las mejores colecciones de arquitectura en madera de Galicia, o 4 € por una visita guiada al monasterio benedictino de San Julián de Samos. Pues bien, en estos lugares ha visto a turistas renunciar a entrar por tener que pagar una entrada; una verdadera pena que, no obstante, da mucho que pensar.
La democratización de la cultura, el que no sea exclusiva de las elites, es buena y muy enriquecedora, pero también es necesario formar o concienciar a la gente de la importancia que tiene a nivel personal y a nivel social, del coste de estas actividades. La crisis económica padecida por España ha asfixiado el modelo de producción y consumo de cultura y obliga a buscar nuevas alternativas. Los museos, por ejemplo, han visto como sus presupuestos se reducían drásticamente, y las actividades de teatros y los programas de fiestas también se han visto recortados y a menudo reconducidos de manera un tanto errática. La necesidad de cerrar algunos de los muchos museos -sin programa ni contenido- aparecidos, como hongos, con la bonanza económica es ya inminente. Y en comunidades como Galicia seguimos afrontando el reto de qué hacer con proyectos faraónicos llevados a cabo sin una previsión real.
En el ámbito de la cultura urge buscar un nuevo modelo de producción y de consumo, que en lo primero deberá pasar por una combinación del capital público y del privado, y que tal vez requiera que nos planteemos una adaptación del modelo de trustees y benefectores propio de los países anglosajones. Las empresas culturales deberán aspirar a una dependencia mínima de los subsidios y los consumidores aprender a valorar la cultura en su verdadera medida.