LA CRÍTICA A LA DEMOCRACIA EN EL GORGIAS DE PLATÓN
Al final de la discusión entre Sócrates y Polo (segundo acto, hacia 481 y ss), en la que interviene Calicles para iniciar el tercer y último acto, la parte más brillante y trágica del diálogo Gorgias, Sócrates (es decir, Platón) acaba de poner en tela de juicio la base jurídica de la democracia ateniense, deslegitimando la función social de los retóricos y de los tribunales populares (como aquel tribunal que le condenó). Esta crítica se fundamenta precisamente en una concepción ontológica de la moral, que Platón comienza a desarrollar en su pensamiento, aunque heredada de Sócrates (la razón conectada con el noúsde Anaxágoras).
Hay una ocasión en el diálogo en que se deja ver la concepción de cómo ha de ser un político que Platón está elaborando, en la primera parte, durante la discusión entre Sócrates y Gorgias sobre el uso de la retórica (Gorg. 449d-465b). En el fondo se discute sobre los aspectos moral y político de la ley, que siempre van unidos en el pensamiento platónico. Gorgias muestra la importancia del arte retórico en el funcionamiento del sistema democrático: la retórica como arma para convencer a jueces en los tribunales, a consejeros en la boulé y al demos en la Asamblea (Gorg. 452e).
La persuasión es el fuerte brazo del caprichoso Heracles, y a la vez la defensa de región frente al capricho de aquel. Es un arma de dos filos. Por eso, el retórico interviene en todos los asuntos que aparentemente no le incumben: los políticos se atreven a opinar sobre construcciones civiles, sobre estrategia o sobre economía, aunque no sepan de ellas porque en realidad son objetos de saber propios de arquitectos, estrategas y economistas (Gorg. 455).
Gorgias está explicando cómo funciona la democracia, que es el ámbito de la opinión en las asambleas, el dominio de la opinión mayoritaria. Pero Platón ve en este juego el imperio de la arbitrariedad: el dictamen o la ley promulgada son las que ha defendido el orador que ha sabido convencer a la mayoría. Platón ve en ello una absoluta desvinculación entre la ética y la política. El político demócrata no decide el bien de pueblo en sentido ético, sino que es el pueblo, en virtud de una opinión sujeta a los deseos individuales, al propio interés, y condicionada por la persuasión del orador, quien decide qué es justo y qué no en la ciudad.
Gorgias deja clara la importancia del elemento retórico en la política, dado su constante uso como arma para convencer de palabra a jueces, consejeros y asambleas enteras (Gorg. 452e). Es el triunfo de la palabra sobre la fuerza física y la violencia. Pero sí, puede ser violenta en tanto que palabra.
La democracia, ciertamente, convierte la ley moral en ley convenida, acordada de forma arbitraria. Lo arbitrario es, por definición, aquello que no está control, sea divino o natural (razón, en el caso platónico, recordemos el noús). La democracia permite lo posible en la medida que las leyes que de ella emanan no se someten a un control externo sobre su bondad ética, sino que son fruto directo de las voluntades humanas, a menudo en pugna, de las que resultan vencedoras las más fuertes, es decir, las más persuasivas, la que devienen mayoritarias.
Si esas leyes se someten a un control externo, como sería el caso de un tribunal constitucional, dado el caso, ese mismo tribunal resulta ser fruto de otra convención, que sirve para que las leyes promulgadas no superen ciertos límites, límites que han sido dados desde la convención dentro de la misma comunidad. Tal límite no se entiende sujeto a la naturaleza o a los dioses, sino a los vaivenes de la opinión. En cualquier momento una ley puede ser derogada, incluso una constitución reformada para permitir lo que antes prohibía.
La democracia, en el sentido gorgiano, supera para las leyes el ámbito divino y el natural, otorgándoles un carácter humano, convencional, fruto del acuerdo. Platón, por boca de Sócrates, rechaza esta operación porque deviene arbitraria. Sócrates arremete contra los sofistas porque convencen al pueblo, generando en éste opinión y creencia, pero no saber respecto de los asuntos tratados. El orador no se ocupa en instruir a la asamblea, sino de atraerla a la creencia más conveniente en ese momento; ayudado por los sofistas, es capaz de hacer verosímil lo inverosímil, de dar sera lo que no es (Gorg. 453 b ss).
Se trata, pues, de un verdadero choque entre dos posiciones contrapuestas. Platón, en boca de Sócrates, tiene una idea muy diferente sobre qué y cómo ha de ser un político: un hábil técnico hacedor de justicia, desde el conocimiento del Bien; el político no ha de ser un orador, sino un sabedor, porque la justicia y el bien no son objeto de discusión en una asamblea, no son el resultado de un acuerdo que puede variar de un día para otro. El Bien es, está fijado, no puede ser objeto de aplicación en distintas cosas porque ya está fijado en las cosas buenas, reside en ellas, de la misma manera que la belleza está en las cosas bellas. Esto es el ontologismo moral platónico (Gorg. 497e).
Platón y su personaje Sócrates siguen anclados en una lógica pre-democrática, se aferran a la rigidez parmenídea del ser inmóvil (Gorg. 455b). En su esquema, el político sabe qué es el bien para el pueblo, qué de debe hacer y qué no, qué se debe decir a los jóvenes y qué no. Un pesimismo antropológico lleva a Platón (puede que el auténtico Sócrates fuese más optimista) a defender la dictadura del intelecto.