Confieso que he pecado. Sobretodo de pensamiento y palabra. Me quejo de vicio. Mucho más a menudo de lo que ustedes podrían sospechar.
No sé si recordarán que, hace algún tiempo, me quejaba amargamente de los horarios escolares de esta zona tan bucólica que habitamos. No hay derecho, nos lamentamos las recién estrenadas en lides escolares. A las madres de primero se nos llena la boca con toda suerte de profecías causticas: Así no hay quién trabaje. Esto ni es vida ni es nada. Vivimos presas de la peor de las angustias académicas con el yugo del fracaso escolar pendiendo sobre nuestras frágiles psiques.
En estas andaba yo, dándole una de cal y otra de arena al sistema educativo bávaro, cuando me encontré de nuevo sentada en la mesa de inscripción de nuevos alumnos. La Segunda, el único espécimen con una melena digna de la familia, ha sido llamada a las filas escolares. Ya les conté que en lo burocrático aquí se lo montan como nadie. Me recibió una señora amabilísima que me guió diligentemente por el proceso de inscripción. Mientras, una profesora del centro le hacía las pruebas pertinentes de dicción, coordinación y psicomotricidad a la niña y otro alma cándida entretenía a las otras tres que no habían querido faltar a la cita.
Andaba yo muy entretenida rellenando papelajos cuando, sin prevenirme siquiera, me ofrecieron la posibilidad de meter a la niña en una clase de jornada completa. Así, a bocajarro. De sopetón me estaban poniendo en bandeja la posibilidad de tener a mi hija escolarizada de ocho de la mañana a tres y media de la tarde. A cualquier madre en sus cabales le hubiera parecido la respuesta a todas sus plegarias. A mi yo desesperado de hace un año y medio sin ir más lejos.
Pero hete que te he resulta que en estos casi dos años de vida escolar le he cogido cariño al horario mañanero. Casi sin darme cuenta me he acostumbrado a comer con La Primera y a charlar con ella tranquilamente mientras hace los deberes antes de que las otras vuelvan de la guardería a acabar con la poca paz que nos gastamos en esta casa.
Como quien no quiere la cosa hemos llegado a un entente cordial en el que practicamos los dictados sin tirarnos de los pelos y casi no me dan ganas de matarla cuando la oigo leer a trompicones. Sibilinamente le hemos ido cogiendo el truco al colegio y el panorama académico se nos presenta más halagüeño que nunca.
Sentada en aquella mesa liliputiense descubrí que me apetece tener a las dos mayores para mí sola antes de que las hooligans número tres y número cuatro vuelvan de la guardería. No me quedó otra más que rendirme a la evidencia y aceptar me gusta formar parte activa de su educación, supervisar sus deberes y tener el tiempo suficiente para hacerlo con calma. Me gusta que puedan comer en casa y que tengan tiempo de sobra para jugar y vaguear todas las tardes. Me gusta esta vida pausada, sin prisas, con todas las horas del mundo para hacer lo que tenemos que hacer y mucho más. Me gusta tener la agenda llena de huecos y decidir qué hacer cada día sobre la marcha.
Con la mano temblorosa rechacé la suculenta oferta y me condené a cuatro años más de horarios irrisorios. Lo curioso es que no he sido la única. Es más, no están seguros de llenar una clase con niños de jornada completa de las cinco que habrá en primero el año que viene. Entre las cuatro de cada cinco madres que hemos preferido seguir con esta locura de vida hay de todo. Desde médicos y farmacéuticas, hasta abogados y comerciales. La mayoría no han abandonado su carrera por completo y trabajan entre veinte y treinta horas semanales repartidas de forma variopinta con ambiciones- imagino- contenidas.
Desde fuera, y a veces desde dentro, podría parecer que hemos tenido que renunciar a nuestras carreras profesionales. Y quizá fuera cierto. Antes. Pero la realidad es que las madres de primero de primaria del colegio de mi barrio lo hemos escogido. Una por una. Porque nos has dado la real gana.
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