Revista Opinión

La cruz blanca

Publicado el 20 enero 2018 por Carlosgu82

El viento soplaba con fuerza aquel caluroso día de verano. Diminutas nubes oscuras intentaban cubrir, por momentos, de los impiadosos rayos del sol. Aquél astro, venerado en la antigüedad por nuestros ancestros, parecía querer demostrar su poderío, puesto que era casi imposible mantenerse a la intemperie. No había gente en las calles. Así y todo, me encontraba yo recorriendo el cementerio local con una cámara fotográfica en mis manos. Estaba dispuesto a concretar una pequeña investigación personal que me había planteado: quería averiguar cuáles eran las sepulturas más antiguas del pueblo, y tomar algunas imágenes de las lápidas y estatuas más llamativas, porque, dejando de lado el aspecto macabro, los ángeles y monolitos que adornan las tumbas son obras de arte a las que nadie presta la merecida atención.

De más está decir que el lugar era un verdadero desierto, no solo por la elevada temperatura reinante, sino también porque nadie visitaba a sus difuntos debido, precisamente, al intenso calor. Hacía casi diez años que no entraba yo a ese lugar tan concurrido, excepto en alguna ocasión, acompañando a amigos o familiares que pasaban a mejor vida, pero ya sin recorrer los pasillos y veredas de un extremo a otro, como solía hacerlo en mi niñez, cuando pasear por el cementerio, sólo o en compañía de amigos, era un pasatiempo habitual, aunque suene algo extravagante. Como todo camposanto, se mantenía sin grandes cambios, ajeno al mundo exterior, sólo que cada vez había menos espacios por dónde caminar.

La reseca tierra crujía bajo mis pies, y el sonido de cada pisada parecía resonar por todo el lugar. A cada tanto, un fétido hedor se percibía en el aire, proveniente de la puerta entreabierta de algún panteón, o de una tumba derruida. Ya casi había olvidado aquella extraña sensación que me producía caminar en un lugar que es, realmente, el claro nexo entre la vida y la muerte, entre nosotros y el más allá, lo terrenal y lo desconocido.

Comencé a fotografiar cosas que consideré interesantes, siempre cuidándome de no ser visto por el sereno, o por algún visitante que pudiera interpretar aquello como una falta de respeto, o una impertinencia. Vi lapidas de mármol en monumentales construcciones, así como cruces de madera talladas a mano, ya no clavadas, sino caídas sobre la tierra. Pensé que, aún allí, se diferencian con claridad dotes y clases sociales. También noté que las tumbas más antiguas, las de principios del siglo XX, pertenecían en su mayoría a recién nacidos y niños pequeños. Entonces pensé que, a pesar de todo, son evidentes algunos avances de la medicina… Eran esa clase de reflexiones que se cruzan por la mente en los momentos más inesperados.

Junto a una nueva brisa, hedienta a putrefacción, me di cuenta de que el viento ya no era tan cálido como cuando llegué, y que el sol se ocultaba ahora con más frecuencia. Continué con mi investigación.

De pronto, sentí que algo me incomodaba, que algo no estaba bien. Sentí miradas sobre mí. Miradas oscuras y apagadas, que me vigilaban desde los retratos sin color. Entonces, un crudo escalofrío recorrió mi espalda. Seguí caminando, más lentamente, ahora mirando de reojo aquellos rostros carentes de vida, que me seguían desde las viejas fotografías de las lápidas. Las vestimentas y los peinados de aquellas personas me transportaban mentalmente a épocas pasadas, a tiempos lejanos que no viví. Nombres, edades y fechas escritas en las placas empezaban a mezclarse en mi cabeza, cuando una fuerte ráfaga me empujó.

Las ramas más altas de los árboles se partían y caían pesadamente como garras, y una polvareda se elevó como un remolino cerca de mí. Las nubes formaban ahora una masa uniforme de color gris, por la que, finalmente, no penetraba el más mínimo rayo de sol. La temperatura descendió precipitadamente. Tuve que refugiarme a la entrada de un lujoso mausoleo de colorsalmón, con verdes pastos al frente. Me senté en las escalinatas y cerré los ojos son fuerza, esperando que pasara la repentina tormenta.

No sé cuánto tiempo estuve ahí sentado, y casi conteniendo la respiración, hasta que la furia del vendaval aminoró. El intenso calor se había ido por completo, reemplazado por una continua brisa fresca. Sólo el tenue aullido del viento rompía el silencio que me envolvía. Era la calma después de la tormenta.

Yo seguía sentado a la entrada del mausoleo, pero ahora con la mente en blanco. Era como si hubiese olvidado mi investigación, y me dejara llevar por la paz del lugar en el que me encontraba. Un estado de completa relajación, casi de trance, me impedía levantarme y volver a mi hogar, como si en mi interior, deseara quedarme allí  mucho tiempo más.

Me percaté del sonido cuando ya lo oía muy cerca de mí. Eran pasos, lentos pero decididos pasos que se acercaban a donde yo estaba. Levanté la mirada, y vi llegar una pareja, que se detuvo frente a una pequeña cruz blanca que estaba a mi lado. Eran un hombre y una mujer, ambos jóvenes, y ninguno pareció reparar  en mi presencia. Desde un primer instante, me llamó la atención el extraño aspecto que presentaban, excesivamente formal, pero, dado al estado cuasi cataléptico en que me hallaba en ese momento, le resté importancia. En realidad, no podía siquiera organizar mis ideas, había una nebulosa en mi mente que me impedía pensar con claridad. Estuvieron frente a la cruz un instante, ella se acercó apaciblemente y depositó al lado una perfumada rosa de color carmín, y se retiraron en silencio. En ningún momento pronunciaron palabra alguna, ni me dirigieron la mirada, como si yo no estuviera presente. Cuando se estaban alejando, alcancé a ver que el hombre se calzaba un sombrero gris que había estado sosteniendo en sus manos, y recién entonces descubrí qué era lo que me extrañaba en ellos: estaban ataviados de forma antiquísima, similar a las personas de las fotografías que viera en un principio. El, con un formal traje marrón, y ella, con un sobrio vestido de color verde olivo, y un rodete adornando su cabello, negro como la noche. En un instante desaparecieron de mi vista.

Sorprendido y sin poder entender, me puse de pie súbitamente. Lo único que atiné a hacer, fue acercarme a la cruz blanca que visitara la pareja. Tenía una brillante lápida plateada con un nombre de mujer tallado, y debajo, la inscripción que daba a conocer su fecha de natalicio y edad al morir. Me estremecí al ver que se trataba de una niña de apenas año y medio, fallecida en el año 1918. Empecé a sentir un miedo irracional en todo mi cuerpo, por no poder comprender.

Esta vez, la ráfaga me hace tambalear y debo aferrarme a un viejo quebracho. Otra vez la polvareda, otra vez el vendaval. Cuando me di cuenta, estaba abrazado al tronco del árbol, cerrando los ojos y apretando los dientes. De todas formas, creo que el fenómeno fue más breve.

Cuando abrí los ojos, el sol ya se colaba tímidamente por entre las nubes, que comenzaban a desplazarse lentamente. Miré a mi alrededor, todo estaba en absoluta quietud. Lo primero que hice, fue dirigirme nuevamente hacia la cruz blanca, que ya no lo era. Porque ahora solo ostentaba un oscuro color gris, casi negro, sin rastros de pintura. La lápida, no era más que un trozo de metal viejo y oxidado. Busqué la flor, roja como la sangre, pero ya no estaba por ningún lado.

Mil pensamientos cruzaban por mi mente mientras me retiraba presurosamente del lugar. ¿Eran aquellas personas, familiares lejanos de la pequeña niña, fallecida un siglo atrás? De ser así, ¿Por qué iban vestidos a la usanza de décadas pasadas? ¿Tal vez eran sus padres? Eso significaría que me vi envuelto, durante unos instantes, en una especie de encrucijada temporal. ¿Era eso posible? ¿O acaso lo que vi era una imagen del pasado, revivida por seres de otro mundo, ajeno al nuestro?

Lo único seguro, es que nunca hubiera imaginado que mi ínfima investigación personal me llevara a protagonizar un misterio que, seguramente, nadie podrá jamás explicar a ciencia cierta.


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