Ciento dos, ciento uno, cien…
Miro a través del abismo y cruzo el agujero de gusano de la memoria hasta esa fatídica tarde del 28 de abril de 1.987. Allí, adulto en cuerpo de niño, me siento en el suelo del lavabo minúsculo lleno de ropa, potes de jabón y trastos y empiezo a contar hacia atrás, en voz baja: noventa y nueve, noventa y ocho, noventa y siete…
Se abre la puerta de entrada a la casa, mamá deja el bolso en la mesita y cuelga las llaves en el llavero en forma de ciempiés, va a la habitación a quitarse la chaqueta y seguidamente oigo como camina hacia la cocina, abre la nevera, se sirve una copa de vino.
Ochenta y cuatro, ochenta y tres, ochenta y dos…
La llamada de teléfono. Mamá responde y hay un silencio largo y tenso durante un rato. Imagino este silencio como un ente viajando entre las líneas telefónicas, a la velocidad del sonido o de la luz, como yo por el agujero de gusano. El universo se ha doblado, pasado y presente han creado un campo de energía entre ellos y yo he viajado por él. Como el silencio por los cables. La conversación, como todas las veces, termina con un “de acuerdo” de mamá y cuelga. Nada se mueve durante unos instantes, está a punto de llegar su grito de rabia.
Setenta y seis, setenta y cinco, setenta y cuatro…
“¡JODER! ¡Otra vez no, Raúl, otra vez no!” Grita mamá. La llamas es porque han vuelto a expulsarme de clase por pegar a otro niño. El imbécil de Juan se lo ha buscado. Oigo a mamá recoger la chaqueta, el bolso y después las llaves. Antes de salir de casa duda de sí llamar e informar a papá o no. Decidirá que no, como todas las repeticiones. Sé que el pliegue, la pequeña arruga en esta sábana doblada que es el universo y que me va a permitir cambiarlo todo, no es ahora, falta poco. Suena la puerta exterior de un portazo, no ha llamado a papá. Se ha ido enfadada.
Sesenta y ocho, sesenta y siete, sesenta y seis…
Salgo del lavabo, voy a la cocina y busco y rebusco entre los productos de limpieza que no deberían de estar al alcance de los niños, pero lo están. Encuentro lo que necesito, lo mezclo con el agua, no tanto como la última vez ni tan poco como la anterior y, en esta ocasión sí, le añado algo para quitar el olor, lo tapo y a esperar.
Cincuenta y siete, cincuenta y seis, cincuenta y cinco…
Ya está, empieza la curiosa efervescencia. Es lenta, casi metódica, como si fueran los dos productos químicos para limpieza los que lo han planeado y no yo y estuvieran disfrutando de ello. Lo miro un rato, está funcionando, hoy sí, en este viaje al pasado sí. He modificado el compuesto, he encontrado la fórmula ideal, las proporciones perfectas. Cojo el azúcar de la estantería más alta de la despensa, a la que he tenido que llegar subido a un taburete que está algo cojo y del que nunca he caído por algún milagro. Si con la cantidad de veces que he hecho esto no me han pillado, no se ha alterado el futuro, ni ha pasado nada, es que alguien o algo quiere que yo consiga llevar mi plan a buen término. Al mezclar los productos con el azúcar, este los absorbe de una forma química curiosa, salen un par de burbujas espumosas y todo vuelve a parecer normal. Tapo el pote de azúcar.
Cuarenta y cinco, cuarenta y cuatro, cuarenta y tres…
Las llaves de la puerta. Este proceso ha sido más largo y por lo tanto voy peor de tiempo. Resulta gracioso que me queje de no tener tiempo cuando soy su dueño. Bueno, eso es exagerar, digamos que tengo alguna acción en la empresa del tiempo y puedo volver a este instante siempre que lo desee. Dejo el azúcar encima de la mesa de la cocina con prudencia, mientras oigo a mi padre meando en el lavabo, ese en el que hace escasos segundos yo me escondía. Cuando tira de la cadena, me escondo detrás de la puerta. Lo lograré, y no podré verlo, siempre he querido poner remedio a eso sin conseguirlo. Pero una vez lo haya hecho, una vez que el plan dé resultados, el espacio-tiempo se alterará de tal forma que ya no podré volver nunca. Sin embargo, si algo fallara, tendría que regresar, razón por la cual no puedo correr el riesgo de que papá me vea, pues entonces en el siguiente viaje tendría un dejavú, sospecharía y todo al traste, como ha estado a punto de pasar cien veces o más, antes. En los otros viajes he fallado por detalles cada vez más pequeños, hoy no fallaré. Sí, son tantos intentos que ya no puedo llevar la cuenta, he repetido esta escena, estos cien segundos (relativos, diferentes que los segundos reales, un hecho curioso que no he entendido ninguna de las veces que he intentado explicármelo y por mucho que lo experimente, según el cual el tiempo, cuando se viaja hacia atrás, es como un acordeón y hay segundos que duran minutos y algunos que duran centésimas aunque el viajero los percibe como segundos reales.), infinidad de ocasiones. Pero esta es la última, dará igual si me ve, mientras no sea antes de tomar el café.
Treinta, veintinueve, veintiocho…
Papá entra en la cocina, se golpea la espinilla con el saliente de la mesa, maldice mientras el dolor le hace cerrar los ojos, aprovecho para salir sin hacer el más mínimo ruido, vuelvo al lavabo, ajusto la puerta, no puedo evitarlo. Sé que es la última y definitiva, no puedo evitarlo y miro por la rendija, papá se calma. Suena el teléfono. Es mamá.
Veinticinco, veinticuatro, veintitrés…
“¡Este niño es imbécil! Ya verá cuando volváis, se va a enterar. No, coño, claro que no estoy tranquilo. Por su culpa tenemos a los servicios sociales encima y a la policía haciendo preguntas, ¡joder! ¿Qué es culpa mía por perder los estribos? Mira, Marta, no me montes un numerito y menos por teléf…. Espera, ¿desde dónde llamas? ¿Qué? Raúl se lo ha contado todo al director y a ti lo único que se te ocurre es… ¡Serás hija de…! Me cago en tus muertos, Marta, ¿qué has hecho?”
Sí, tío idiota. Se lo he contado al director y a mamá. Le he contado las palizas que me das, aquí en la espalda y en la parte interior de los muslos, que no se vean fácilmente. Y mamá es la valiente, no tú, ella te llama desde el despacho del director con los servicios sociales delante. No va a tener más remedio que volver a por nuestras cosas y tú la estarás esperando.
Quince, catorce, trece…
Papá cuelga enfadado, mamá le denunciará en unos segundos. A ella solo la ha pegado una vez, por eso creerá que no la tocará y pedirá a su acompañante que espere en la puerta para no violentar a papá y poder hablar con él y decidir juntos el camino a tomar. No habrá camino. Papá va a la cocina, abre la nevera, saca la leche; mira en la cafetera si queda café y se lo sirve en una taza, está tan rabioso que no verá que el azúcar está algo pegajoso o lo asociará al mal estado general de la mayoría de alimentos de la casa. Esta casa que nadie cuida, en la que tampoco nadie parece cuidar de nadie.
Nueve, ocho, siete…
Sé, en el fondo, que achacarte toda la culpa a ti, papá, no es justo. El abuelo te golpeaba a puño cerrado en la espalda, te encerraba en el cuarto de las ratas y te hacía mirar cómo pegaba a la abuela y a tu hermana Olivia. El abuelo murió de cirrosis, este sí era un hijo de puta, a pesar de que apenas llegué a conocerle. Sé, papá, que las circunstancias han podido contigo y no puedo evitar sentirme en parte culpable, pero es la única manera. Papá espera a que la leche se caliente, soltando improperios y golpeando los estantes de la cocina. Se sirve el café con leche, toma el pote de azúcar, busca una cucharilla…
Seis, cinco, cuatro…
No sé qué me esperará ahora. No sé si se abrirá un futuro alternativo en el que sea feliz junto a mamá y mi hermana. Lo que sí sé, fantaseo mientras papá se echa una y dos cucharadas de azúcar en el café, es que no puede ser peor que la alternativa temporal de la que vengo. Detecté que aquí, en este momento cero, está el pliegue, la brecha, el punto de no retorno que cambia mi presente. Me digo a mí mismo que lo he intentado todo, y todo lo he intentado tantas veces que ya no puedo más. Por eso, por eso he optado por matarte, papá.
Tres, dos, uno…
Papá sorbe el café, se queja de que quema mucho, sopla. Mezcla con la cucharilla. Vuelve a probarlo, un trago más largo. No ocurre nada, es el segundo más largo que recuerdo. Entonces se da cuenta de que algo raro pasa, desde mi rincón en el lavabo, veo por la rendija como saca la lengua como si la tuviera seca, hace ruidos guturales como si quisiera escupir, se pone las manos en el cuello, le arde, le duele, le abrasa por dentro. Cae de rodillas, mira hacia el lavabo y me ve antes de morir. Sabe que no debería estar aquí, que estoy en la escuela. Pero me ha visto. Mejor, así sabrás quien te ha matado.
Cero, cero, uno…
Salgo con dificultades, mareado y debilitado, de la cápsula. Aquí todo está igual, no percibiré los cambios hasta que pueda encontrar alguna referencia directa con mi personalidad o hasta que… Noto como si el agujero de gusano que he cruzado se revirtiera dentro de mí cabeza, estoy a punto de desmayarme, pero alguien me sujeta del brazo. Todos mis recuerdos cambian, toda mi vida se transforma, veo el funeral de papá, veo a la policía interrogando a mi madre, veo como una agente habla conmigo y con mi hermana. No probaron nada, papá murió envenenado, pero por una combinación de elementos, por los ácidos de su propio estómago, algo muy raro, la ciencia de 1.987 no puede aclarar eso, ha sido un golpe maestro.
Dos, tres, cuatro…
Quien me ha sujetado es un médico. No, un enfermero. Me mira con preocupación. Le digo que estoy bien, que me recuperaré pronto si puedo sentarme y me dan un complejo vitaminado. “Claro”, dice el enfermero ayudándome a llegar a una silla, “claro, voy a buscar a la doctora Oban.” ¿La doctora Oban? Recuerdo ese nombre. Mi memoria mezclada y desajustada lo busca. Veo como de adolescentes volvieron a interrogarnos, la policía, y a mí unos médicos, veo como mi madre grita y llora pero no puedo oírla, veo a mi hermana a través de un cristal opaco.
Cinco, cinco, cuatro…
“Hola Raúl, ¿qué ha pasado?“. La doctora Oban. Una mujer que me resulta atractiva, de cuarenta y pocos, alta, de pelo negro y ojos oscuros como un agujero de gusano. “¿Cómo, cómo murió mi padre?” pregunto, me ha entrado un pánico que no descifro, producto de mi incapacidad de ordenar los recuerdos. “¿Dicen que murió envenenado y nadie sabe quién lo mató?“. La doctora suspira, mira al suelo, pone su mano sobre mi espalda antes de indicar con movimiento de cabeza al enfermero de que proceda. El enfermero lleva un pequeño frasco y una inyección.
Tres, dos, uno…
“Tu padre se suicidó después de matar a tu madre y a tu hermana, Raúl, mientras tú te escondías en el lavabo y pudiste verlo todo. ¿Lo recuerdas? Has vuelto a tener una huida de la realidad, ¿no es así? Has vuelto a verte cambiando el pasado“. Pero no tengo tiempo de responder. Noto el pinchazo en el brazo y me duermo.
Cero, ciento dos, ciento uno…
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