Revista Cultura y Ocio
La joven era hermosa. Su piel morena. El cabello largo y los ojos, esos ojos cuyo blanco relucía bajo la luna, eran de negro azabache, pura obsidiana apostando con ventaja sobre la noche manchega. Había salido de la oscura cueva que tenia su entrada oculta en la base de la colina. Respiraba el aire tibio de la noche que movía su cabello perfumado meciendo sus ondas acaracoladas con dulzura. Cada noche de luna llena salía de su escondite y se sentaba en lo alto de la colina observando a lo lejos, a un kilómetro, el brillo de los candiles del pueblo de Torrejoncillo del Rey y contemplando, a sus pies, el reluz de la piedra de lobo, el destello de las láminas de espejuelo esparcidas por el suelo. Peinaba su cabello y cantaba una dulce canción llenando el aire de nostalgia de desierto, de aromas de palmeras, de ricas especias de mercados persas y perfumes de Damasco. Nadie sabía el tiempo que llevaba allí, encerrada y escondida, encantada bajo la tierra en una cueva perdida. Los más viejos del lugar hablaban de su belleza, de su dulce tristeza. Presa, quizá, por un amante despechado; sujeta, acaso, a un mágico hechizo por un delito de amor. Pero nadie la había visto.
Aquel joven del pueblo, curioso y soñador, pasaba las noches al pie de la colina. Dormía al raso bajo la luz de la luna esperando el mágico acontecimiento. Un día la vio. estaba sentada sobre una piedra blanca, contrastando su piel oscura y su vestido de seda azul sobre la palidez de la cal. Largo tiempo estuvo mirándola mientras la joven morisca se peinaba y acicalaba a la luz de la luna. Después, sin ser consciente de ello, se acercó. La joven, alarmada, huyó ladera abajo desapareciendo para siempre. Él, contó en el pueblo su relato. Nadie reconoció creerle, pero la burla y la duda construyeron la leyenda.
Corría el año 1955 y Pedro Morales, labrador del pueblo, se acercaba frecuentemente a la colina. Había oído contar muchas veces, desde niño, aquella leyenda sobre una cueva escondida y una mora encantada. La historia le afectaba personalmente pues la colina del cuento era un terreno de su propiedad aunque, por más que había buscado, no aparecían restos de cueva alguna y la cima de la colina no tenía encanto alguno así, vista de día, mientras araba los campos de alrededor. Pero sí que el suelo relucía con cristales de espejuelo. Y también era verdad que, en el vallecito contiguo el aire cálido del verano, se poblaba por las noches de aromas silvestres y murmullos casi imperceptibles que no podían ser causados por la brisa que refrescaba los campos. A veces se sentaba allí y permanecía mucho tiempo escuchado, intentando sentir el mensaje que le enviaba la tierra.
Un día, su sueño, ese sueño recurrente que le asaltaba desde hacía tiempo tomó una forma precisa. Aquella noche soñó que descendía por un largo pozo y que al final se posaba sobre un suelo rocoso, en medio de una amplia cavidad, con las paredes acristaladas e iluminadas por cientos de lamparillas de aceite. En medio de aquella capilla subterránea, brillaba un blanco ataúd. Pedro se acercó emocionado. Esperaba, quizá, encontrar a la joven mora de la leyenda acostada como una bella durmiente a la espera de alguien que deshiciera su eterno hechizo. Pero no; cuando abrió el ataúd lo encontró repleto de monedas de oro. La Mora Encantada había desaparecido, pero dejó allí escondido su rico tesoro, su valiosa dote de doncella.
Pedro despertó sudoroso, excitado. En los días siguientes pareció volverse loco. Pasó los días y las noches deambulando por la colina. Escavó pozos y realizó catas en las laderas. Se tumbaba sobre la cima y dejaba que las sensaciones de la tierra le mostraran el camino hacia la cueva del tesoro. No podía estar muy lejos pues la colina no era grande. Además había demostrado ya que poseía cierta inexplicable percepción para detectar las corrientes de agua: parecía que fuera capaz de escuchar las voces de la tierra y que le hablaban. Finalmente un día empezó a cavar un pozo. Eligió el punto más alto de la cima y pidió ayuda a su amigo Alfonso y a Juan, su yerno. No tuvo problemas para convencerlos pues su fama de mahorí era notoria en el pueblo y ya había encontrado antes agua en parajes impensables. Además, a los pocos metros, efectivamente encontraron un pozo de unos dos metros de diámetro escavado en la roca. Pedro dispuso un tronco cruzado sobre la boca y descendió sin temor al interior. Cuando hizo pie, a unos diez metros, iluminó con su farol la gran sala reluciente de cristales de yeso. Su sueño parecía convertirse en realidad.
Pedro y sus dos ayudantes buscaron entere las cavidades talladas a pico de la cueva. Alguien se había tomado mucho esfuerzo para construir aquella ciudad enterrada, lógicamente pretendían poner a salvo algo muy valioso y él estaba seguro de que el preciado ataúd debía estar enterrado en alguna de las galerías que aparecían cegadas y cubiertas por escombros. Durante meses logró convencer a sus compañeros de la proximidad del tesoro. Pero no encontraban el anhelado ataúd.
Desesperado hizo público su hallazgo. Autoridades y curiosos descendieron hasta la cueva y la visitaron. Los periódicos se hicieron eco del descubrimiento de una asombrosa ciudad subterránea olvidada por el tiempo. Pero superado el asombro inicial, Pedro, no recibió ningún apoyo en su tarea. Poco a poco la expectación creada cedió y dio paso al olvido. Pedro continuó solo, durante toda su vida, escavando galerías; explorando fondos de saco y ampliando gateras con la esperanza de encontrar un día el preciado ataúd. Pedro Morales finalmente murió. En sus trabajos había logrado limpiar un acceso lateral desde la base de la colina que arrancaba con unos escalones tallados en la piedra. La puerta, inundada cada invierno, se cubrió de maleza. Los chiquillos del pueblo jugaban a explorar su interior provistos de linternas. Algunos visitantes curioseaban por sus galerías y dejaban su inscripción en los blandos cristales de yeso. Pasaron los años y la cueva cayó en el olvido.