¿Pero es que no hay mejores cigarrales?, preguntará escamado algún lector, recordando quizá el del doctor Marañón, Buenavista o la Sisla.
Indudablemente que sí. Hay bastantes modernos, con relativo “confort”, y cuatro o cinco magníficos, como palacios urbanos. Ahora que el cigarral clásico es esta casita humilde que el toledano tiene para venir a merendar en las tardes de primavera o para curarse las calenturas que pescó junto al río.” Su artículo “el Cigarral de las Altas Cumbres”, escrito en 1929, lo dedica exclusivamente a describir el Cigarral de Menores que él consideraba como el mejor de Toledo: “Henos, pues, ante un cigarral castizo, de clara ejecutoria ética, recatado entre libertinos, sobrio entre gozadores y heroicamente estudioso en medio de una vecindad alegremente analfabeta…De ahí la grandeza que destila el cigarral de las altas cumbres. Recio, bien aposentado, dotado magníficamente por la Naturaleza para desbancar en su mismo terreno a todos sus camaradas, ha vuelto la espalda al sensualismo, y cerrando puertas y ventanas se puso a trabajar como un monje austero que quisiera templar la voluntad rodeándose de tentaciones”.
Esta excelente visión, muy diferente a la de otros cigarrales, se debía probablemente a la admiración que Urabayen sentía por su propietario Gregorio Marañón, del que nos cuenta que “Toda su limpia estirpe moral de humanista moderno sube entonces enérgica y brillante a los puntos de su pluma y atraviesa como un rayo de sol cerebral el límpido cristal de las cuartillas. Lentamente va diseñándose un sereno epígrafe: Tres ensayos sobre la vida sexual”. 124 En conclusión, los relatos de Félix Urabayen sobre los cigarrales, son muy originales y diferentes a otros de la misma época. No son estudios de investigación, ya que hay algunos errores e invenciones, pero nos proporcionan una información abundante, honesta y real, aunque a veces dura, irónica y metafórica, de cómo eran estas fincas en su época, sus características, sus problemas, sus bondades y sus ruindades, y el falseamiento que se hacía de ellas. Gregorio Marañón también escribió importantes obras sobre Toledo.
Entre ellas, “Elogio y nostalgia de Toledo” que elaboró durante su exilio en París entre 1937 y 1943. Su amor y ternura por la ciudad, que quedó reflejado en este libro, se debía, entre otras cosas, a su profundo conocimiento de Toledo y a su disfrute de la estancia dominguera durante muchos años en el Cigarral de Menores, que compró en 1921, después de conocerlo de la mano de Benito Pérez Galdós.
En dicho libro hay dos capítulos que tratan de los cigarrales: uno sobre el conjunto de estas fincas, y el otro sobre el suyo propio. Se trata de uno de los ensayos más conocidos y citados sobre los cigarrales de Toledo, debido a su erudición y sabiduría, a su buena expresión literaria y a su digno y ordenado tratamiento del tema.
En él se refleja su percepción bondadosa y serena del los cigarrales, y concretamente del suyo. Su hijo, Gregorio Marañón Moya nos dice en la introducción de la edición de 1983 que cuando ”regresaba a Madrid ya muy tarde. Decía en el coche: “no vuelvo cansado sino descansado”. Vivía la semana entera esperando su domingo que era trabajar en paz, paz con sus amigos y paz consigo mismo. Lo mejor de su talento creador nació allí, en el Cigarral.”
Las vistas de Toledo desde los cigarrales, y concretamente desde el de Menores, era una de las percepciones que más agradaban al Doctor Marañón, por eso sus frases que expresan esta visión son las más recurrentes: “Los cigarrales existen. Están allí, con sus moradas campestres y austeras; con sus jardines morunos; con su cerco de olivos enhiestos sobre la tierra rojiza, y sobre todo – porque sin esto no existiría el Cigarral – con el perfil ingente de Toledo al fondo: gris de hueso por la mañana, cegado por la luz al mediodía y sonrosado al atardecer..” La frase más conocida donde se habla de las vistas de Toledo desde los cigarrales, y la esencia y originalidad de estas fincas es la siguiente: “Si un cigarral no se parece a ninguna otra suerte de propiedad, no es por la casita encalada, ni por los olorosos y discretos jardines, ni por el sereno olivar. Es porque mira a Toledo y porque no sirve para nada más -¡y para que más!
Que para esto.” Esta frase expresa la relación entre el cigarral y su propietario, que poco a poco se fue generalizando: una relación de segunda residencia, en la cual el dueño junto a su familia y amigos descansa, disfruta y se evade de los problemas de su vida cotidiana. Don Gregorio no vivía en su Cigarral ni de su Cigarral, solamente lo visitaba semanalmente. También Don Gregorio nos explica cómo eran los cigarrales en su interior: “Compónese un Cigarral de la casa, el jardín y, a veces, huerta, y el terreno de arbolado”.
En cuanto a la casa, “suele ser de un piso o dos, aprovechando con frecuencia los accidentes del terreno para utilizar los naturales desniveles; de los que resultan pintorescas irregularidades en la construcción, siempre humilde, entre rústica y conventual, pero bellísima por la misma graciosa naturalidad con que se amolda al áspero terreno, por la blancura de sus paredes y por las terrazas y patios, empedrados a lo moruno que las rodean.” Estas casas estaban rodeadas por jardines “por lo común reducido, y sus flores más adecuadas son los geranios, los alhelíes y las rosas.
Hay también muchas lilas, azucenas y lirios… esparcidas por el campo.” Al igual que decía Urabayen, Gregorio Marañón explica que el agua era uno de los grandes problemas de los cigarrales: “Los años secos el agua escaseaba, y era necesario buscarla en donde fuera, yendo y viniendo, a veces largas distancias, al río, a subir en cántaros…. Por eso era tan costoso mantener umbrío a un Cigarral”. Pero ese problema era de antes, porque en su época había “agua que sube del río, o que llega, por admirable industria ingenieril de los montes lejanos; y el problema del sustento del jardín no es una angustia permanente, como antes.”
Otro de los elementos notables de los cigarrales era sus aledaños, es decir los campos de cultivos arbóreos que rodeaban al jardín y a la casa y que estaban delimitados por cercas de adobe. “En torno al jardín, el Cigarral tiene una superficie de tierra arbolada….Crecen en ella los olivos, de aceituna verde y no copiosa…. Después del olivo……. crecen allí dos árboles frutales: el almendro y el albaricoquero.
Hay mucha almendra, amarga y dulce, y su cosecha se transforma por Navidad en la sabrosa pasta de los mazapanes…. Sobre el almendro se injerta el albaricoque, arte que realizan los hortelanos del Cigarral, llamados cigarraleros.” Sin embargo, aunque el albaricoque era el frutal más típico de los cigarrales, según Marañón, “el albaricoquero del Cigarral desparece. No sé porqué. Ahora hay más agua, mejor cultivo más interés; y sin embargo, está en trance de franca decadencia.” 126 Esto fue una realidad ya que en esta época se inició un proceso de eliminación de estos frutales históricos que acabó con su desaparición total. En definitiva, esta descripción de los cigarrales nos indica el inicio de un cambio importante en la estructura y en la morfología de estas fincas que van a tener lugar después de la Guerra Civil.
Otras de las grandes expresiones artísticas de los cigarrales que supusieron la alta difusión y valoración de los mismos en el mundo de la cultura fueron la de los pintores de finales del siglo XIX y principios del XX. Los paisajes toledanos ya se habían reflejado magníficamente en las pinturas del Greco; no se trataba de un simple fondo, sino del reflejo intenso de la luz, el roquedo, la vegetación y las construcciones de la ciudad y su entorno, si bien, a excepción de dos de sus obras, “Vista de Toledo” (1600) y “Vista y plano de Toledo” (1610-1614), en la mayoría de sus cuadros el paisaje toledano se plasmaba como un elemento secundario al tema principal. Fue en el último tercio del siglo XIX cuando los paisajes de Toledo, tanto interiores como de sus alrededores, se convierten en un elemento protagonista.
Hubo muchos artistas de finales del XIX y principios del XX que reflejaron en sus obras estos paisajes, entre los cuales destacaron Arredondo, Beruete, Zuloaga, Sorolla, Andrade, y Enrique Vera. De todos ellos, el que más se dedicó a pintar cigarrales fue Ricardo Arredondo, nacido en Cella (provincia de Teruel) en 1850, pero que vivió en Toledo desde1872 hasta su muerte en 1911. En esta ciudad se formó de joven y desarrolló su profesión durante la mayor parte de su vida.
Conocía muy bien Toledo y sus alrededores y amaba profundamente todos sus espacios por lo cual se los enseñaba a muchos escritores que venían a Toledo, como Galdós, Gregorio Marañon, Gregorio Bartolomé Cossio, Francisco Giner de los Ríos, Angel Vegue, etc. de alguno de los cuales se hizo gran amigo. También confraternizó con el pintor Aureliano Beruete, con el que también visitaba la ciudad y sus parajes: en algunos de ellos pintaron juntos los paisajes toledanos.
La mayor parte de los cuadros de cigarrales y sus paisajes los pintó en la década de los 90 y a principios del XX, con un gran realismo. “Arredondo hace una pintura que sabe captar la temperatura del ambiente, la ilusión del agua, el movimiento de animales o la inmersión de las figuras humanas en un ambiente propicio a la tranquilidad y la meditación… El tratamiento técnico de sus paisajes se realiza mediante una filigrana de gran detalle y descripción minuciosa de la que fueron magníficos ejemplos su maestro Fortuny y Raimundo de Madrazo.”
Por lo tanto, sus obras nos permiten conocer las imágenes de los cigarrales y sus paisajes en el tránsito del siglo XIX al XX.
Alfonso Vazquez GonzalezPilar Morollón HernándezFebrero 2005
Fuente: http://abierto.toledo.es/open/urbanismo/03-CIGARRALES/Memoria/Historico.pdf
Revista Cultura y Ocio
La Cultura de los Cigarrales de Toledo a finales del Siglo XIX y en el primer tercio del Siglo XX ( y IV)
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