Revista Filosofía

La cultura del tedio

Por Javier Martínez Gracia @JaviMgracia
(Publicado en El Correo de Burgos el 21-V-2009)
El entusiasmo es el estado de ánimo que la pasión prefiere cuando quiere demostrar que es capaz de sobreponerse a cualquier obstáculo o invitación al desistimiento. El tedio, por el contrario, tiene como función servir de recordatorio de que todo deseo, toda pasión discurren en pos de su último destino, que es la frustración y el desencanto. “El hombre es un sistema de deseos imposibles en este mundo”, decía Ortega. La decepción, por tanto, es un ingrediente que los anhelos humanos deberían incorporar preventivamente desde el mismo momento en que afloran, para que no quedemos inermes en ese momento crítico en que el objeto del deseo se demuestra inalcanzable. Porque, efectivamente, “tarde o temprano –concluye Cioran a este respecto– cada deseo debe encontrar su fatiga: su verdad”.
Ese trayecto en zigzag que va desde la pasión al tedio y que, completando el ciclo, vuelve desde éste hacia aquélla, es el sustrato sobre el que se va levantando la historia del hombre. Las épocas declinantes se caracterizan porque el tedio impera sobre grandes porciones de vida. Del paradigma de todas ellas, la que sufrió el Imperio romano, decía asimismo Cioran: “Los romanos no desaparecieron de la superficie de la tierra a causa de las invasiones bárbaras, ni del virus cristiano; un virus mucho más sutil les resultó fatal: una vez ociosos, tuvieron que afrontar el tiempo vacío, maldición soportable para un pensador, pero tortura sin igual para una colectividad (…) La temporalidad huera caracteriza el aburrimiento. La aurora conoce ideales; el crepúsculo solamente ideas, y en lugar de pasiones, la necesidad de diversión. La Antigüedad que tocaba a su fin intentó curar ese hastío característico de todas las decadencias históricas mediante el epicureísmo o el estoicismo. Simples paliativos (…) que ocultaron, falsearon o desviaron el mal, sin anular su virulencia. Un pueblo colmado sucumbe víctima del tedio, como un individuo que ha ‘vivido’ y que ‘sabe’ demasiado”.
Avisa, pues, Cioran de que una de las formas de paliar los efectos de la decepción es reducir la potencia del deseo hasta los límites de austeridad que marcaba Epicuro al, por ejemplo, proponer: “Éste es el grito de la carne: no tener hambre, no tener sed, no tener frío; quien tenga y espere tener esto también podría rivalizar con Zeus en felicidad”. Estos mismos planteamientos restrictivos respecto del deseo quedan expresados de forma suprema por Marco Aurelio, el emperador filósofo, que gobernó entre el 161 y el 180 de nuestra era, y que constituye, junto a Séneca, la cumbre de la filosofía estoica. Llegó a decir que “los deseos conducen a la permanente preocupación y decepción, ya que todo lo que se desea de este mundo es miserable y corrupto”. Pensamientos que, si se es consecuente con ellos, abocan inevitablemente al aburrimiento, como implícitamente muestra en otra de sus máximas: “Todo lo que acontece es tan vulgar y usado como la rosa en primavera y los frutos en el verano: tal es la enfermedad, la muerte, la calumnia, la traición y cuanto alegra o aflige a los necios”. Marco Aurelio, aun representando un momento todavía estelar de la historia de Roma, con sus escritos deja constancia de ese predominio del desistimiento del deseo y consiguiente generalización del tedio que caracterizan los momentos declinantes de los ciclos históricos, o al menos anuncian su inminente llegada. Su hijo Cómodo, al que el prestigioso historiador Edward Gibbon considera como el emperador que desencadenó la decadencia de Roma, representa ese momento ya terminal en que la pasión se desvanece y pasa a convertirse en mera necesidad de diversión, en búsqueda, tan compulsiva como patética, de paliativos para el aburrimiento. Y así resultó que, entre otras manifestaciones de decadencia, con Cómodo los crueles espectáculos del Circo romano alcanzaron cotas máximas.
Sirva de alegoría aquella transición que Roma hizo desde la plenitud hacia la decadencia para esta otra en que combatimos a ese heraldo de Atila ante las puertas de Roma que es el aburrimiento con excitantes afectivos del tipo de los que suministran las drogas o la televisión basura, quizás no tan crueles como los que proporcionaban las luchas entre gladiadores, pero asimismo degradantes. Una época ésta en que los asuntos humanos empiezan a merecer atención para muchos en la medida en que salen a la palestra en la que pueden ser representados como si fueran espectáculos o tomar la infantil apariencia de juego; es decir: no importan en sí mismos, sólo distraen. Tiempos en que de la política sólo llega a interesar, para un gran número de personas, lo que discurre por la capa superficial de lo anecdótico, o incluso lo que sobrevive en algún comentario a pie de foto en una revista del corazón. Por ejemplo, el hecho de que una reunión de altos mandatarios llegue a ser un apéndice residual a los fotogénicos paseos de Sonsoles, Leticia y, sobre todo, Carla Bruni.
Siguiendo su habitual método de exprimir los conceptos analizando la etimología de las palabras, indaga Ortega en el origen de la palabra “elegancia”. La hace derivar del vocablo “elegir”. Los latinos llamaban al acto y al hábito del recto elegir primero “eligentia” y luego “elegancia”, y resalta el filósofo el hecho de que de aquí toma también su raíz la palabra “int-eligencia”. Tan “elegante” como “inteligente” sería, siguiendo este curso evolutivo de las palabras, el hombre que elige bien, que hace lo que hay que hacer y dice lo que hay que decir. Alguna alarma debiera de encenderse cuando de ese concepto de elegancia apenas sobrevive otro contenido que el que sirve para describir el modo de vestir y de comportarse ante cámaras, curiosos y otras clases de aburridos de Carla Bruni o doña Leticia.
Javier Martínez Gracia, miembro de UPyD de Burgos

Volver a la Portada de Logo Paperblog