Revista Historia

La curiosa hipoteca del emperador.

Por Ireneu @ireneuc

Si hay alguna cosa que envidiamos de las altas esferas y grandes fortunas es que, a final de mes, no tienen encima de sus espaldas las pesadas y odiosas cuotas de la hipoteca. Tener dinero suficiente para no tener que padecer por llegar a pagar la incómoda mensualidad a nuestros paupérrimos bancos (nótese la ironía) es una de las grandes preocupaciones de la gente joven y no tan joven en este país. Pudiéramos pensar que un industrial, o un político, o un aristócrata no tienen este tipo de tribulaciones, pero resulta que un conocido rey español tuvo que pedir una hipoteca -cual vulgar españolito mileurista- para poderse casar. Curioso, pero cierto.


Corría el año 1525 y las arcas reales del Emperador Carlos I de España y V de Alemania, estaban más limpias que una caja de bombones en un club de mujeres. Las Cortes castellanas, por su parte, habían solicitado al emperador que se casase con alguna princesa española con la intención de "españolizar" un poco al monarca, habida cuenta que había nacido en Gante (Flandes, actual Bélgica), se había criado y educado en el extranjero, y la gente lo tenía prácticamente por un forastero. Todo el cúmulo de circunstancias empujó al monarca, de 25 años, a buscarse una moza casadera entre la nobleza disponible.

Tras muchas deliberaciones y negociaciones, Carlos I decidió casarse con su prima-hermana Isabel de Avis, hermana del rey Juan III de Portugal. Y lo que más le atrajo de la aspirante a emperatriz consorte fue, además de su belleza y de sus 23 fértiles años -lo cual le aseguraba la descendencia- las 900.000 doblas de oro que aportó como dote para el casorio. La cifra no era nada desdeñable para las cuentas del monarca, ya que si tenemos en cuenta el peso en oro de dicha dote (3.6 gm de oro cada moneda) y el precio de dicho oro actualmente (33.27 € el gramo), la cantidad aportada superaría hoy en día los 107 millones de euros. La cantidad estaba la mar de bien, pero quedaba feo que la familia de la novia pusiera tanto y el novio pusiera sólo la mano, por lo que a pesar de que la cosa estaba achuchadilla, el rey algo tenía que poner y tuvo que buscar financiación.

Al final, tras negociar con los bancos de la época, consiguió aportar 300.000 doblas de oro como arras para el enlace. ¿Cómo consiguió los 36 millones de euros que, al cambio, aportó? Sencillo. Simplemente tuvo que hipotecar algunas de sus posesiones para que los banqueros le dieran la cantidad que necesitaba para poder contraer matrimonio, y estas fueron, ni más ni menos, que las tres ciudades andaluzas de Baeza, Andújar y Úbeda -con sus lugareños, edificios y monumentos, evidentemente. ¿Qué si no, puede hipotecarse un monarca? Suponemos que la noticia no haría mucha gracia a los habitantes, si bien también es muy posible que el pueblo llano jamás llegara ni a enterarse de semejantes triquiñuelas reales.

Sea como sea, el 11 de marzo de 1526 a las 12 del mediodía se celebró la boda real -con todos los fastos posibles- en el Real Alcázar de Sevilla con una ceremonia oficiada por el Arzobispo de Toledo. La historia no dice nada de qué fue lo que pasó con la hipoteca, por lo que podemos entender que el rey atendió sus compromisos sin mayor inconveniente, pero de lo que sí ha quedado constancia es de que, en España, ni los emperadores se escapan de estar entrampados con los bancos y sus siempre cómodas hipotecas.


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