Siempre estamos en deuda con Montaigne; como habla de todo sin orden ni método, cada cual puede sacar de los Ensayos lo que le plazca, que a menudo es lo que otro ha despreciado. No hay autor que sea más fácil de apropiar, sin que precisamente pueda ser uno acusado de traicionarlo, porque da ejemplo y sin cesar se contradice y traiciona él mismo. "En verdad, y no temo confesarlo, en caso de necesidad llevaría fácilmente un cirio a san Miguel, otro a su serpiente" (Libro III, I). Algo que, a buen seguro, puede gustar más a la serpiente que a san Miguel. Además Montaigne no es muy querido de los hombres de partido, a quién él tampoco quería mucho. Esto explica que no gozara de gran favor, tras su muerte, al menos en una Francia ásperamente dividida por los partidos. De 1595 (recordemos que murió en 1592) a 1635, sólo hubo tres o cuatro nuevas ediciones de los Ensayos. Es en el extranjero, en Italia, España, y en especial, Inglaterra, donde Montaigne se hizo pronto popular durante ese tiempo de desfavor o semifavor en Francia. Encontramos en la obra de Bacon y en la de Shakespeare innegables huellas de la influencia de los Ensayos.
Al alejarse del cristianismo, lo que hace es acercarse por adelantado a Goethe. "Para mí, pues, amo la vida y la cultivo tal como le ha placido a Dios concedérnosla. La naturaleza es una dulce guía, pero no más dulce que prudente y justa" (Libro III,XIII). Estas frases, que son casi las últimas de los Ensayos, sin duda podría haberlas refrendado Goethe de buen grado más tarde. A esto conduce la sabiduría de Montaigne. Ninguna palabra es inútil; y Montaigne tiene gran cuidado de unir la idea de prudencia, justicia y cultura a su declaración de amor por la vida. [...]
Esta rara y extraordinaria propensión, de la que nos habla a menudo, de escuchar e incluso adoptar la opinión de los demás, hasta dejarla prevalecer sobre la propia, lo retiene de aventurarse más en una ruta que será más tarde la de Nietzsche. Lo retiene también una prudencia natural de la cual, para su salvaguarda, no se separa de buen grado. Teme las regiones desérticas y aquellas en que el aire está demasiado rarificado. Pero una curiosidad inquieta lo espolea y, en el terreno de las ideas, no para, como durante sus viajes. El secretario que lo acompañaba escribió un diario de ruta. "Nunca lo vi menos cansado", leeremos en él, "ni menos quejumbroso de sus dolores [padecía entonces cálculos urinarios, cosa que no le impedía permanecer a caballo durante horas], con el espíritu, tanto en los caminos como en las posadas, tan aguzado ante lo que encontraba, y buscando todas las ocasiones conversar con los extranjeros, que creo que eso engañaba su mal." Declaraba no tener "otro proyecto que pasearse por lugares desconocidos" y, más adelante "tan grande era su placer viajando que odiaba aproximarse al lugar en que debía descansar". Y también "acostumbraba a decir que, tras pasar una noche inquieta cuando por la mañana se acordaba de que tenía que ver una ciudad o una región nueva, se levantaba con deseo y alegría". Él mismo escribe en los Ensayos: "Sé bien que tomándolo al pie de la letra ese placer de viajar es testimonio de inquietud e irresolución. En realidad son nuestras cualidades maestras y predominantes. Sí, lo confieso, no veo nada, sólo en sueño y por deseo, donde pueda atraparme; sólo la variedad me satisface, y la posesión de la diversidad" (Libro III, IX).
Montaigne tenía casi cincuenta años cuando emprendió el primer y único gran viaje de su vida, a Alemania del sur e Italia. El viaje duró diecisiete meses; y seguramente habría durado mucho más, dado el extremo agrado que le producía, si la imprevista elección a la alcaldía de Burdeos no lo hubiera llamado pronto a Francia. A partir de ese momento traslada a las ideas esa valiente curiosidad que lo lanzaba a los caminos.