Cualquier aficionado al teatro ha de sentir simpatía por proyectos como el de la Joven Compañía Nacional de Teatro Clásico, que supone un prometedor paso adelante en la «normalización» y «modernización» de la presencia en los escenarios de ese tesoro que es el repertorio del teatro de nuestro Siglo de Oro (fundamentalmente).
Por esa compañía han desfilado -cito de memoria y me dejo, supongo, a unos cuantos, por lo que pido perdón de antemano- actores y actrices como Eva Rufo, David Boceta, Francesco Carril o Natalia Huarte, que enriquecen actualmente cualquier reparto. Suyos han sido montajes tan notables como -y también cito de memoria- «Las bizarrías de Belisa», «La cortesía de España» o «Fuenteovejuna».
La actual promoción de La Joven (como se la conoce en la Casa, para molestia de La Joven Compañía, que no tiene nada que ver con esta) es la cuarta; se encuentra ahora en su tercer año, un hecho excepcional, ya que lo regulado son dos años. Pero, según se afirma en la página web de la CNTC, «Hemos considerado que la evolución de nuestro teatro clásico así como la de nuestra cultura y sociedad y los modelos y fórmulas de producción teatral requerían por nuestra parte un esfuerzo para diseñar un programa de excelencia basado en la práctica constante, en la relación habitual con el público y en la participación en proyectos transversales de educación e intercambios internacionales».
La Joven presenta actualmente en la sala Tirso de Molina del teatro de La Comedia «La dama boba», de Lope de Vega, bajo la dirección de Alfredo Sanzol, en el que es el primer acercamiento del dramaturgo a este repertorio. Lo que resultaba muy prometedor sobre el papel no defrauda las expectativas sobre el escenario, y «La dama boba» es un estimulante espectáculo lleno de frescura, de energía, de vitalidad y de contemporaneidad.
Y es que creo que el mayor elogio que se puede hacer del montaje de Sanzol es decir que consigue que un texto escrito en verso en 1623 le resulte moderno al público del siglo XXI, y que la peripecia que contó Lope (con supuestos, en algún caso, profundamente antiguos) aparezca renovada y actual.
Y no es -solo- que los actores lleven un vestuario de nuestros días, ni que el escenario aparezca desnudo -aunque con un complejo trampantojo que ha transformado completamente la sala-. No; Sanzol lo consigue gracias en primer lugar a una versión destilada y pulida. En sus propias palabras, «La dama boba» es «un cuento mágico sobre el poder que tiene el amor de transformar nuestro entendimiento, y una sátira contra el machismo que ha creado un tipo de mujer perfecta: “la que es inteligente y se está callada”».
Sus personajes no llevan en su mochila los casi cuatrocientos años que tienen: son jóvenes de nuestros días que, eso sí, hablan en verso; que cantan, que aman, que sufren, que ingenian... y todo ello a escasos metros de un público que se convierte en cómplice al minuto de comenzar la función.
Alfredo Sanzol ha contado con un grupo de actores absolutamente entregados (soy testigo de la magnífica comunión que hay entre ellos y el director), además de excelentes. Es injusto destacar a alguno de ellos, porque conforman una afinadísima orquesta, pero sería igual de injusto no nombrar a Paula Iwasaki, que encarna a Finea, la «dama boba» que da título a la función, y que compone su personaje con una deslumbrante riqueza de matices. Le acompañan -no me resisto a nombrarles- Jimmy Castro, David Soto Giganto, José Fernández, Daniel Alonso de Santos, Marçal Bayona, Georgina de Yebra, Cristina Arias, Kev de la Rosa, Silvana Navas, Miguel Ángel Amor y Pablo Béjar. A todos ellos, enhorabuena; o mejor dicho, gracias.