La, a primera vista, humilde panadería se cernía con orgullo en la planta baja de un tosco edificio situado en uno de los mejores barrios de París. Un cartel de un color verde desgastado anunciaba, en lo alto de una puerta que siempre parecía estar abierta, el nombre del dueño del local. “Comtois”, con letras que semejaban pertenecer a otra época, haciendo juego con la estructura de la vieja construcción que parecía estar fuera de lugar en una calle donde imperaban los modernos bloques y las viviendas rodeadas por suntuosos jardines.
A diario, cientos de personas paseaban despreocupadas a través de la calzada, ajenas a todos los problemas que en los últimos tiempos la capital estaba sufriendo. De vez en cuando, y sobre todo en lo que respectaba a niños y ancianos, se detenían sin previo aviso ante el escaparate de la tienda. Observando, sin poder disimular la tentación que se leía en su mirada, los manjares de los que les separaba una fina lámina de cristal. Y aunque la mayoría de aquellas personas que se detenían sin intención de comprar nada eran tan cobardes e inofensivas que no se hubieran atrevido a mendigar siquiera los restos del día anterior ante los propietarios, su presencia solía ser bienvenida por la Sra. Comtois. Una mujer a todas luces digna de alabanza, pues pese a la escasez que primaba en aquellos años, ella se preocupaba porque a la gente que se atreviera a caminar hasta su panadería siempre tuviera al menos una migaja que llevarse a la boca.
Este hecho hacía que el local se convirtiese en una especie de paraíso en la Tierra. Un lugar al que los desamparados acudían, a cualquier hora, para solicitar ayuda y sustento. Ricos o pobres, nobles o plebeyos, sitio había para todos. Y si bien las personas de más alta alcurnia al principio se mostraban reticentes en cuanto a la amabilidad que demostraba Félicienne Comtois hacia los infortunados, cuando la revolución se hizo eco en sus propias despensas comenzaron a ver las cosas de un modo diferente. Quizá, en tiempos de guerra, la caridad hacia los seres necesitados no fuese algo malo después de todo.
Lo que quería decir con esta introducción es que no entiendo por qué puñetas he acabado en este tugurio. De todos los lugares de París, ¿por qué he tenido que terminar trabajando en el paraíso de las almas redimidas? Antes hablé de un escaparate, ¿no? Bien, he de clarificar que yo estoy en el interior de ese escaparate, viendo cómo docenas de cadáveres con patas pasan por delante de mí, sin rumbo fijo y lo que es peor: con hambre. No es que no me den pena, estamos en la peor de las situaciones, ¡pero por Dios! Son como gatos callejeros. Esos malditos sólo aparecen cuando precisan que les den de comer. ¿Y después qué? No regresan, no pagan ni por la amabilidad con la que se les trata. Ni siquiera se dan cuenta de que hay trabajadores que todavía conservamos nuestro puesto de trabajo y que, a mucha honra, nuestro cuerpo aún aguanta en pie para ganar su sustento como para que otros puedan venir a llevárselo tan sólo haciendo una mueca de pena. ¡Detestable!
Cuando me toca quedarme detrás del mostrador es peor, porque esas garrapatas de más de un metro no pueden divisarme desde las aceras y tienen la indecencia de entrar, dar una vuelta en derredor como perros buscando a su amo y, no habiéndole hallado, marcharse con el rabo entre las piernas sin gastar un triste dinero.
Es por esto que aquel día me encontraba barriendo el local, muy cerca de la entrada, y dejando que mi patrón se encargase de atender a los verdaderos clientes con los que de manera habitual contábamos. Mientras vigilaba con suspicacia a algún desarrapado transeúnte, que apresuraba el paso en cuanto su mirada se cruzaba con la mía, pude escuchar al patrón desde detrás la reprimenda de a diario:
—Balfour, deja de espantar a los vecinos. Si continúas haciendo esa mueca te irás al almacén, con las ratas.
—¿Con qué ratas? ¿Las animales o las otras? Desde que comenzaron los disturbios he visto de todo en ese sótano. De hecho, no me importaría bajar: es probable que allí utilizara la escoba de manera más eficaz.
—Anda, calla y procura no asomar la nariz a través de las cortinas.
Aquella orden dada por Rodolphe Comtois no sonó como una reprimenda en absoluto, pues llevando como yo llevaba varios meses trabajando para él, ya estaba de sobra acostumbrado a mi impetuoso carácter. Sin embargo, teniendo él un tono de voz elevado de por sí, la Sra. Herriot —dama que estaba siendo atendida en ese instante— malinterpretó sus palabras, decidiendo así seguir por esa línea de conversación:
—Ese empleado suyo, ¿qué le sucede?
—Ah, nada. No le haga caso, está refunfuñando siempre. Quería un bollo de pan, ¿verdad? —Rodolphe se acercó a una de las estanterías que tenía a su espalda, cogió un bollo del día anterior y lo depositó sobre el mostrador—. Le decía que cuando comenzaron los hurtos en el barrio estuve, durante una buena temporada, considerando el agenciarme un sabueso o uno de estos perros peligrosos que les llaman, no sé la raza con exactitud. El caso es que apareció Balfour buscando empleo y, ¿me permite una pequeña confesión? Lo cierto es que él ejerce mejor la tarea de feroz guardián.
—Pero tiene que pagarle por su mala saña, no lo olvide —La Sra. Herriot dijo esto mirándome de reojo con malicia, enseguida reconduciendo su mirada hacia sus faldas, pues a éstas se agarraba asustado un crío de no más de seis años que debía ser su nieto— Por no mencionar que los clientes habituales tenemos que soportarle sin obtener ningún beneficio a cambio.
—No se preocupe; lo tengo adiestrado. Ladra mucho, pero no muerde. Ya ve que hasta ahora no ha intentado nada violento con usted e inclusive le ha dado los buenos días al pasar. Eso no se lo hace un can cerbero cualquiera.
—Sigo escuchándoles, ¿saben? —dije pasando la escoba con mayor fuerza por el piso, asegurándome de que todas las personas en aquel cubículo me oyesen.
—He de añadir —continuó el patrón con una risita, ignorando mi aportación— que se ha vuelto bastante dócil desde que amenacé con comprarme un bozal de hierro para que tuviese que utilizarlo como nuevo uniforme.
Esa vieja urraca de Herriot soltó una carcajada que resonó por todo el establecimiento y que, con toda probabilidad, me hubiera sobresaltado de no ser porque ya había visto anteriormente a la mujer y conocía sus exabruptos.
—¿Por qué no le despide?
—No podría, le necesito aquí. No encontraré mano de obra más barata.
—¿No? ¿Qué hay de su hijo, Gautier? Creo recordar que ya está en edad de hacer algo de provecho. Imagino que llegará el día en el que herede el negocio y todo eso.
—Dios la oiga, porque a mí no me hace caso. Su madre quiere que estudie, yo quiero que se prepare para llevar esto cuando nosotros no estemos y él… bueno, a él lo único que le interesa reunirse con sus amigos de la universidad. Que no digo que esté mal, pero podría dedicar algo de ese tiempo libre que tiene a aprender sobre el oficio —Señalando el reloj de pared que semejaba dominar parte de una de las paredes laterales, sentenció—. Hace media hora que debería estar aquí, relevándome. ¿Y le ha visto por aquí? No. No, por eso preciso tener a alguien como Balfour. Alguien debe atender y no puedo pretender que Félicienne lo haga a menudo, quiero decir, tiene otras tareas en la casa y con los niños.
—Siempre puede dejar que lo haga alguno de sus otros hijos, ¿no tenía una mayor que Gautier?
—Er… sí, pero… Para serle sincero, no me gusta dejar a las mujeres atendiendo a no ser que sea una urgencia. No es que crea que sean incapaces, mas con los números… Bueno, ya sabe. Y ahora que están las calles tan llenas de peligros uno nunca sabe cómo será la próxima persona que cruce la puerta.
—Desde luego, le comprendo bien —Herriot depositó su cesta en el mostrador y dejó que el patrón introdujese el bollo en el interior mientras ella comenzaba a buscar algunas monedas en un pequeño saquito que no llegué a divisar de dónde sacó—. Uno no querría ese tipo de vida para sus mujeres. ¿Pero ha pensado ya en qué hacer con el joven Gautier? Perdone que me entrometa, pero considero que uno de los valores fundamentales con el que la juventud debería ser formada ya desde temprana edad es el de la responsabilidad. Nazcan en el seno de la familia que nazcan, todos tienen una responsabilidad que cumplir para con sus padres, y si…
Un grito procedente de la calle ahogó la frase pronunciada por la Sra. Herriot y yo hice lo que no se debería hacer en tales casos: apresurarme y acudir hacia la entrada, seguido de cerca por Comtois, que le pidió a Herriot que se quedase en el interior de la tienda por el momento, hasta que se aclarase lo que acaecía en el exterior. Aquello fue, sin duda, otra imprecisión, pues no permaneciendo nadie en la zona de ventas cualquier desalmado —en este caso una anciana con ínfulas de grandeza— podría aprovechar para coger lo que restaba de la escasa mercancía que nos quedaba.
Fuera como fuese, cuando se escuchaban gritos fuera, usualmente seguidos por un par de carruajes pasando al galope por una calle a cotidiano tranquila, la prudencia nos había enseñado que lo ideal sería quedarse en el interior de las viviendas. Echar el pestillo, alejarse de cualquier hueco en los muros y rezar por que ningún proyectil, del tipo que fuera, atravesase los cristales. Hacía menos de una semana que eso último había pasado en una carnicería a un par de manzanas de aquí y el problema no fue la ruptura del cristal, sino lo que vino después: media docena de transeúntes se abalanzaron mediante ese hueco hacia la tienda y arramplaron con todo. Sucedió durante la noche y aunque la caballería llegó y no hubo que lamentar daños personales, ya era demasiado tarde para salvar los víveres. Sobra decir que aquella familia acabó en la ruina y que, por ende, resultaba entendible que el patrón fuese tan cauto a la hora de elegir aliados para su propio negocio.
Dejando de lado este tipo de incidentes pasados y regresando al que entonces nos ocupaba, cuando Comtois y yo salimos a la acera y nos detuvimos a escasos dos metros de la panadería vimos a un corrillo de gente que berreaba insultos en torno a un carro perteneciente a la guardia. Aunque no llegamos a aproximarnos, pudimos identificar al instante a los propietarios de semejante vehículo y saber de inmediato lo que sucedía: Una recia jaula se ubicaba en la parte trasera del carromato, abierta y lista para que un traidor la ocupase. La muchedumbre intentó ponerle las manos encima, no exactamente con buenas intenciones, a un engalanado individuo al que tanto el patrón como yo mismo reconocimos al instante. Se trataba de Sauvageot, un conocido vecino propietario de varios de los negocios más fructíferos en el centro de la ciudad. Por fortuna, aquellos pueblerinos furiosos apenas pudieron golpearle, pues fueron los hombres uniformados —a los que pertenecía el carruaje y que, con toda seguridad, estaban bajo las órdenes de la Asamblea— quienes se encargaron de semejante tarea. Sin ningún cuidado arrastraron a Piérre Sauvageot a su nueva celda, haciendo caso omiso a las protestas e intentos de soltarse por parte de éste.
Claro que, ¿qué le diferenciaba a él de los demás caídos? Nada. Sólo era otro opulento y obstinado hombre que recientemente estaba comenzando a comprender que su dinero no le valdría para nada en tal campaña. Que la palabra de un noble en estos años valía poco menos que la cabeza del mismísimo rey servida en una bandeja de plata. Y, en verdad, cuando las cosas están tan mal es de cobardes resistirse. No teniendo armas con las que luchar, a mi modo de ver, la retirada es la mejor opción.
—Son unos salvajes, unos auténticos salvajes —se quejó la vieja Herriot que, para nuestra sorpresa, había salido de la panadería sin que nos diésemos cuenta y había avanzado hasta ponerse a nuestra altura—. Si se les deja un cuchillo, una lanza o cualquier objeto punzante por el estilo no hay duda de que ensartarán tu cabeza. Y el gobierno no sólo permite, ¡anime a realizar tales atrocidades! Es una vergüenza, y delante de los niños —Mientras decía esto, la mujer tomó de la mano al crío, que presumiblemente seguía a su lado, sin mediar palabra—. ¿Qué será de las criaturas cuando crezcan y recuerden todo este horror?
—Probablemente se pregunten qué hacía su abuela sacándolos de paseo y dejando que viesen la sangre y las decapitaciones como si de un nuevo espectáculo circense se tratara —dije sin pensar, ganándome un fuerte codazo en las costillas por parte de Comtois.
—Será mejor que regrese a casa —sugirió el patrón viendo, para alivio de todos, cómo la multitud se dispersaba o corría tras el carruaje a la par que éste se ponía en marcha y desaparecía tras doblar una esquina— ahora que los disturbios están cesando. Aproveche que la gente está ocupada atendiendo a los ajusticiados y no se detenga por nada. Si queda más tranquila, puesto que vive cerca, la próxima vez puedo enviar a… —Tras mirarme con renovados aires de sospecha, decidió cambiar su alegato— alguno de mis hijos a llevarle el pan a su vivienda. Eso le ahorrará inconvenientes como los que acaba de presenciar.
—Está bien —repuso Herriot despacio, acentuando cada sílaba—. Da gusto saber que todavía queda gente del populacho que se preocupa por el bienestar de quienes nacimos privilegiados. Ah, por cierto, he dejado su dinero sobre el mostrador y me tomé la libertad de coger lo que ya es mío. Así como usted me recomienda volver a casa lo antes posible, yo le propongo que vuelva al negocio antes de que a esos paletos se les ocurra asaltarle.
Tras una breve despedida, sosteniendo con firmeza su cesta con una mano y arrastrando al pequeño tras ella con la otra, Christine Herriot caminó con paso presuroso hacia una lugar seguro. Haciendo caso omiso a los ciudadanos todavía alterados que pasaban a su lado y sin mirar a las manchas de sangre —pertenecientes quizá a Sauvageot o a cualquier otro individuo cuya desdicha hubiera precedido a la suya— que se esparcían como charcos de agua en un día de lluvia por cierta parte de la calzada, por donde el último de los nobles había sido apresado.
—Fíjese en ella, llevando consigo al crío porque sabe que por muy miserable que sea el pueblo llano jamás se atreverían a atacar a una anciana dama que trae consigo a un niño.
—Pero tiene razón, ¿sabes? Debería despedirte por bocazas —puntualizó el patrón volviéndose hacia la panadería—. Tienes una condenada suerte de estar aún aquí, porque si fueses un duque, un conde o alguien afín a los reyes habrías sido ejecutado en los primeros días de la revolución. Con esa incontinencia verbal que tienes… No haces más que causar problemas.
—Vamos, vamos, no exagere. No es como si hubiese dicho todo lo que pienso ante la Sra. Herriot: si lo hubiera hecho, esa mujer me hubiera dado una bofetada como mínimo. Aparte…
No llegué a completar la oración, porque en ese instante sentí cómo alguien se abalanzaba sobre mí por detrás, colgándose por mi espalda. Y por un momento sentí como si me fuera a ahogar debido a la presión ejercida sobre mi cuello. Me desasí del agarre con facilidad y decidido estuve a golpear a mi agresor, de no ser porque al darme la vuelta me hallé cara a cara con uno de los hijos del patrón.
—Qué hay, Balfour —me saludó con una sonrisa, por completo ajeno a lo que acababa de acaecer unos minutos atrás—. ¿Por qué tan serio? No me digas que padre ha vuelto a amenazarte con el bozal.
—Gautier…
Quizá no se note debido a mi temperamento pacífico, pero si hay algo que odio en este mundo es a los adolescentes. ¿Por qué diablos se creen que porque ellos estén felices el resto del mundo también ha de compartir, e incluso abrazar, ese estado de ánimo? Me enferma.
—Llegas tarde otra vez —sentenció el patrón, renunciando a su lugar tras el mostrador para dejar paso a las nuevas generaciones.
—Lo siento, estuve ayudándoles con un trabajo a Lucas y a Poulin y se me echó la hora encima. Pero decidme, ¿ha sucedido algo? Sé que llego muy tarde, pero tampoco es como para que recibáis con esas caras de espanto.
Gautier observó nuestros rostros. Primero el de su padre, inmediatamente después el mío. Y Rodolphe Comtois, lejos de querer dar una explicación, se marchó a la parte del almacén sin decir nada. Era obvio que ni siquiera tenía ganas de lanzarle otra reprimenda al joven, pues éste seguro que la ignoraría, como de costumbre.
—Yo tampoco hablaré —dije tomando de nuevo la escoba para reanudar con mi labor de limpieza, temiendo que el interrogatorio se centrase ahora en mí.
—Oye, Balfour… —comenzó Gautier, ocultando lo mejor que pudo el matiz de decepción en su voz—. ¿Te gustaría saber dónde estuve en realidad esta mañana?
—No.
Es posible que el monosílabo no fuese lo suficiente contundente o, en todo caso, no se tratase de la respuesta que Gautier esperaba. Porque imitando a su padre, lo ignoró y siguió diciendo:
—Pues está decidido, esta noche te llevaré a un lugar interesante.
—De noche quiero dormir, no me lleves a ninguna parte.
—Por tarde que sea, espérame despierto. Te avisaré cuando sea la hora, pero eh, no debes decirle nada de esto a mis padres o hermanos. Debe ser un secreto entre tú y yo, ¿entendido?
—¡Te he dicho que no quiero ir a ninguna parte! Y menos en mitad de la noche.
Gautier sonrió de manera enigmática y sin volver a replicarme, se centró por fin en sus propios quehaceres.
En definitiva, detesto a los adolescentes.