Alejandro Jodorowsky es el mago de los récords y de la acumulación, sobre todo, de inteligencia, sabiduría y optimismo. Porque hace falta mucha confianza para aguantar 23 años sin rodar una película, teniendo un sentido cinematográfico tan desarrollado y tantas ideas en la cabeza. Mucha paciencia para acudir a la financiación participativa, conseguir 900 donantes para lograr captar a los productores, y también elegancia, para rembolsar a todos y cada uno de los soñadores que alimentaron los primeras cucharadas de la película, sin olvidar incluirlos en los títulos de crédito finales. Lo dicho, optimista como un recién nacido y cortés como el mejor caballero.Viendo su experiencia vital, no es de extrañar que Jodo esté dispuesto a conquistar de nuevo al público, como lo hizo en sus dos décadas gloriosas, los 70 y los 80 (desde El topo en 1970 hasta Santa sangre en 1989). Al decidir rodar su rocambolesca autobiografía, La Danza de la Realidad (presentada en Cannes 2013), descubrimos que el cineasta lleva excluido desde su más tierna infancia, de todo y todos, cuando lo que en realidad desea es integrarse, con el todo y todos los otros.Desterrado socialmente por su apariencia, demasiado rubio para un país de cabellos oscuros y más bien rizados, el norte chileno de Antofagasta, en su localidad de nacimiento, Tocopilla. Como el protagonista de la recién premiada Concha de Oro del Festival de San Sebastián, Alejandro también tiene el Pelo Malo. Pero no es sólo eso, también es demasiado sensible en sus maneras y más inclinado a las artes que a las guerras, en una sociedad dura y masculina, hasta el desbordamiento de testosterona.Si su apariencia externa no le ayuda a hacer muchos amigos, su realidad interna tampoco mejora su relación con los demás: judío blanco de piel, entre cristianos color aceituna. Una familia comunista, con un padre que idolatra Stalin, en medio de un país controlado por una dictadura de extrema derecha. Alejandro no lo tenía nada fácil, vistas las circunstancias, para sobrevivir sin fundir los plomos.Poco importa que la madre del protagonista, diva de la vida, que lanza sus réplicas en doremifasolas sostenidos con tanta maestría como la arquitectura de sus arquitectónicos sujetadores, nos recuerde a Fellini, que los enanos de su circo a Buñuel, y los torturados mental y deformados físicamente por las guerras, a Freaks de Browning. Como bien dice Alejandro Jodorowsky, lo suyo es su vida y lo demás es cine. Y todavía importa muchísimo menos qué porcentaje de lo que vemos, la infancia de ese niño o las aventuras de su padre, es realidad. Lo que realmente cuenta es que el cineasta de 84 añitos disfruta de tanta imaginación como un visionario, tanta maestría como un clásico y tanta energía como un debutante. Si para Jodorowsky el cine es un asunto de familia (actúan él, tres de sus hijos, y hasta su mujer como costurera), terapia y psicomagia, para el espectador resulta un alucinante viaje, imprescindible y necesario.