Se ha publicado ya el número 1 de Artescénicas, la revista de la Academia de las Artes Escénicas de España, y en él publico este artículo, que reproduzco aquí por si no tenéis ocasión de leerlo en la revista y os interesa. Ilustra esta entrada una foto de Antonio Gades en la Scala de Milán, si no me equivoco
Guillermina Martínez Cabrejas, Mariemma, era una mujer singular. La arista vallisoletana es, sin duda, uno de los grandes nombres de la historia de la danza española, no sólo por su relevancia como intérprete, sino por la importancia que tuvo dentro de su sistema educativo. Ella fue quien codificó los estudios de nuestra danza, quien puso orden y quien estableció las bases de lo que ahora son los Conservatorios. Clasificó la danza española en cuatro ramas: la escuela bolera, el folclore, el flamenco y la danza estilizada, que sería una decantación de los tres estilos anteriores. Mariemma era una mujer convencida de sus ideas, que defendía con absoluta seguridad, con convicción y vehemencia. Su sinceridad y su falta de pudor a la hora de expresarse podían llegar a irritar -tuvo varios encontronazos con otras figuras del baile-, pero siempre abanderaba la defensa de la danza española, tal y como ella la concebía: como un arte elevado.
En marzo de 1993 la entrevisté para una serie en ABC Cultural sobre las grandes figuras de la danza española. Con su habitual pesimismo, me dijo: «Ser un bailarín completo de danza española es lo más difícil. Y eso es lo que debería tenerse en cuenta en España. Lo que me entristece es que todas esas chicas que están estudiando desde el principio todas esas formas tan ricas y tan extraordinarias, después, cuando se hagan profesionales, lo único que se encuentran, y para lo único que se les contrata, es para bailar flamenco. Y entonces se preguntan que por qué han estudiado tanto. Es muy triste». Y concluyó con un sombrío pronóstico. «Me da tristeza pensar que no es algo circunstancial y pienso que, de seguir así, la danza clásica española, la danza estilizada, estará perdida dentro de quince años».
Han pasado más de dos décadas, y lo que entonces parecía un exageradamente pesimista presagio -a pesar de su apoyo y su confianza en los jóvenes, Mariemma tenía siempre nostalgias de tiempos pasados- es hoy un cada vez más certero pronóstico. No puede decirse que la danza clásica española, la que ella bautizó como danza estilizada, haya muerto. Pero su estado actual es de coma profundo. Mantiene las constantes vitales (no sé si estoy diciendo una barbaridad médica, pero seguro que me entendéis) y su pulso es extremadamente débil. No sabemos si el paciente vivirá mucho más… Y el panorama no invita precisamente al optimismo.
En primer lugar, la danza española debe luchar contra el desconocimiento. Son muchos -incluso gente relacionada con las artes escénicas, que ignora lo que realmente es, y mete en el mismo saco todas las manifestaciones artísticas de nuestro baile. Desconocen las características generales de cada una, su raíz y sus diferencias. Desconocen, incluso, su existencia. Y eso que el baile español se ha construido sobre pilares tan sólidos como Antonia Mercé, «La Argentina»; Encarnación López, «La Argentinita», y su hermana, Pilar López, Vicente Escudero, Antonio Ruiz Soler, Rosario, la propia Mariemma, Antonio Gades, los hermanos Pericet… Más adelante ha estado presente en el trabajo de José Antonio, María Rosa, Lola Greco, Antonio Márquez, Aída Gómez, Rojas y Rodríguez… A los primeros se debe la creación y consolidación de la propia danza española tal y como la entendemos hoy; de su decantación y enriquecimiento, de su expansión. La danza española ha estado siempre presente en los principales escenarios de todo el mundo; y no solo eso, sino que ha concitado el entusiasmo de los públicos más diversos por su equilibrada mezcla de elegancia y pasión, de raíz popular y escuela académica.
Es cierto que se avanza de forma imparable, y afortunadamente inevitable, hacia una contaminación de géneros y estilos, que los jóvenes en formación tienen a su alcance tal cantidad de información, tienen tantas posibilidades de aprendizaje y reciben tal cantidad de influencias, que es imposible que el hip hop, por poner un ejemplo, no termine de colarse de alguna manera, aunque sea por ósmosis, en un baile tan español y tan profundo como la soleá. Hoy no le choca a casi nadie (acostumbrado a asistir a espectáculos de danza) que un flamenco baile al ritmo de la canción «Singin’ in the rain».
Pero ello no significa –sino más bien lo contrario- que deba darse la espalda a la raíz, al origen, que deban abandonarse los principios y desdeñar los cimientos. La danza española, en sus distintas manifestaciones, se está diluyendo dentro de esa inevitable e imparable fusión de géneros y estilos que viven las artes, y apenas sobrevive en el trabajo de un puñado de maestros, empeñados en que no sea definitiva su pérdida y en un grupo de artistas que se esfuerzan por llevarla a sus espectáculos.
La danza española, repito, es un arte único que aúna el trabajo y los conocimientos académicos con la tradición popular y la raíz. No es casualidad que los pasos más firmes se hayan dado yendo de la mano de músicos que, como Falla, Albéniz o Granados, habían llevado también a las salas de concierto el sabor del folclore, que impregnaba sus mejores partituras. La época dorada de nuestro baile ha tenido el soporte de nuestros grandes compositores.
Y ése es, precisamente, uno de los aspectos que ha quebrado la evolución de la danza española a lo largo de las últimas décadas; en los primeros cincuenta años del siglo XX, los grandes bailarines atraían hacia sí a los grandes músicos, los grandes escritores y los grandes pintores. El resultado, como no podía ser otro, era una danza verdaderamente palpitante, viva, extraordinariamente rica, intelectual si se me permite la expresión. Con el tiempo, los bailarines se fueron encerrando en su propio mundo, siempre lleno de espejos, y fueron perdiendo esa conexión con las otras artes.
Hay muchas otras causas, desde luego, de esta progresiva disolución de la danza española; el paso del tiempo, las modas, la falta de interés, las dificultades económicas… Evidentemente, el poder fagocitador del flamenco, su capacidad de comunicación, su impacto directo en el público y –también-, el hecho de que no requiera tantos recursos económicos y humanos como el baile clásico español, lo convierten en favorito de los programadores. Pero creo que –y eso es muy típico de este país- ninguno de los que de alguna manera formamos parte de la familia de la danza puede echar balones fuera. Cada uno ha puesto su parte de desinterés hacia un género que, repito, está moribundo y con claro riesgo de extinción. Hay muchos, sin embargo –desde maestros hasta coreógrafos- que pelean sin embargo con las armas que pueden para evitar su desaparición. Somos nuestra historia. El presente se hace con el pasado y la cultura, esa que tanto se asoma a nuestra boca, es también su historia. Y la danza española tiene una historia gloriosa que merece seguir contándose. Y que merece tener un futuro.