¡Era la alegría de la casa! ¡La alegría de la casa! Y honesta, ¡puaff!, honesta, como pocas gambas, y miren que yo he conocido gambas.
Mauricita La Gamba, Luis Sánchez Polack, Tip, Treinta Santos Varones y una Gamba, Espasa, 1997
Se vistió de manera parsimoniosa. La ropa interior, los calcetines, luego el pantalón, verde, de tela de raso y por último la camisola, ancha, blanca con lunares verdes y rosas de distintos tamaños, se colocó una gran pajarita verde botella y una chaqueta muy holgada, del mismo color. Luego se sentó frente al espejo. Tenía diseminados por la mesita que había justo debajo del espejo, todos los adminísculos y potingues que necesitaba. Se dio una primera base de maquillaje por su bien rasurada cara y empezó la caracterización. Primero se colocó la peluca. Se trataba de un casco con una gran calva en la parte superior y un gran mechón de pelo rojo, de lana, que partiendo de una patilla y dando la vuelta por la nuca, le llegaba hasta la otra patilla. Se maquilló la frente con el fin de igualar el color de la calva de la peluca con el resto. Luego, con un lápiz negro, se dibujó dos grandes y finas cejas, partiendo desde cada lado de la prolongación superior de la nariz, y dibujando un amplio arco a la altura de cada ojo. A continuación, cubrió con maquillaje blanco toda la zona, incluídas sus verdaderas cejas y los dos párpados. Con el mismo lápiz negro, silueteó una gran boca, desde los carrillos hasta donde le empezaba la barbilla. Cubrió también de blanco toda la zona interior y se pintó de rojo solo el labio inferior, aunque dándole mucha amplitud a la comisura de la boca con una prolongación recta y terminada con un pequeño redondel en cada extremo. Se miró al espejo y con el lápiz negro se pintó un lunar encima de cada ojo y debajo del labio inferior. Con un poco de colorete intensificó el color de la piel entre los ojos y la boca, una pequeña franja que quedaba libre de la pintura blanca. Cogió de encima de la mesa una gran narizota roja, como un tomate reventón y se la incrustó encima de la suya. Y por último, cogió unas gafas negras, redondas, de plástico, enormes y sin cristales y se las colocó.
Una vez perfectamente caracterizado, tomó un paquete de la mesa, lo desenvolvió, abrió la caja que contenía y de su interior extrajo una pistola. Se trataba de una Beretta 92 de color plateado, con las cachas en negro. La sopesó en su mano diestra durante un rato, le quitó el seguro, la cargó llevando hacia atrás y soltando la parte superior del cañón y mirándose al espejo se la llevó a su cabeza. La separó unos diez centímetros de su sien derecha y con una gran mueca de tristeza apretó el gatillo.
¡Bang! Se pudo leer en la pequeña banderita que se desplegó en el extremo del cañón de la pistola.