Revista Política

La democracia

Publicado el 16 noviembre 2012 por Peterpank @castguer

La democracia

Para un pensamiento precavido, los siste­mas no degeneran en retórica de ideas. Lejos de paralizarnos en una complacencia dogmática, los sistemas nos obligan a una creciente perspicacia. Ante el sistema, donde se objetiva y se plasma, el pensamiento se asume. Su espontaneidad ciega se muda en conciencia de sus postulados, de su es­tructura, y de sus fines. Cada sistema sucesivo viola sucesivas inocencias. Cada sistema restaura una meditación que nos libera.

El diálogo entre democracias burguesas y demo­cracias populares carece de interés, aun cuando no carezca de vehemencia, ni de armas.

Tanto capitalismo y comunismo, como sus formas híbridas, vergonzantes o larvadas, tienden, por ca­minos distintos, hacia una meta semejante. Sus par­tidarios proponen técnicas disímiles, pero acatan los mismos valores. Las soluciones los dividen; las am­biciones los hermanan. Métodos rivales para la consecución de un fin idéntico. Maquinarias diversas al servicio de igual empeño.

Los ideólogos del capitalismo no rechazan el ideal comunista; el comunismo no censura el ideal bur­gués. Al investigar la realidad social del concurren­te, para denunciar sus vicios, o disputar la identificación exacta de sus hechos, ambos juzgan con criterio análogo. Si el comunismo señala las con­tradicciones económicas, la alienación del hombre, la libertad abstracta, la igualdad legal de las socie­dades burguesas, el capitalismo subraya, paralela­mente, la impericia de la economía, la absorción totalitaria del individuo, la esclavitud política, el res­tablecimiento de la desigualdad real en las socieda­des comunistas. Ambos aplican un mismo sistema de normas, y su litigio se limita a debatir la función de determinadas estructuras jurídicas. Para el uno la propiedad privada es estorbo, para el otro, estí­mulo; pero ambos coinciden en la definición del bien que la propiedad estorba o estimula.

Aunque insistan ambos sobre la abundancia de bienes materiales que resultará de su triunfo, y aun cuando sean ambos augurios de hartazgo, tanto la miseria que denuncian como la riqueza que enco­mian sólo son las más obvias especies de lo que rechazan o ambicionan. Sus tesis económicas son vehículo de aspiraciones fabulosas.

Ideologías burguesas e ideologías del proletaria­do son, en distintos momentos, y para distintas cla­ses sociales, portaestandartes rivales de una misma esperanza. Todas se proclaman voz impersonal de la misma promesa. El capitalismo no se estima ideo­logía burguesa sino construcción de la razón huma­na; el comunismo no se declara ideología de clase sino porque afirma que el proletariado es delegado único de la humanidad. Si el comunismo denuncia la estafa burguesa, y el capitalismo el engaño comu­nista, ambos son mutantes históricos del principio democrático; ambos ansían una sociedad donde el hombre se halle, en fin, señor de su destino.

Rescatar al hombre de la avaricia de la tierra, de las lacras de su sangre, de las servidumbres sociales es su común propósito. La democracia espera la re­dención del hombre, y reivindica para el hombre la función redentora.

Vencer nuestro atroz infortunio es el más natural anhelo del hombre, pero sería irrisorio que el ani­mal menesteroso, a quien todo oprime y amenaza, confiara en su sola inteligencia para sojuzgar la ma­jestad del universo si no se atribuyese una dignidad mayor y un origen más alto. La democracia no es procedimiento electoral, como lo imaginan católi­cos cándidos; ni régimen político como lo pensó la burguesía hegemónica del siglo XIX; ni estructura social como lo enseña la doctrina norteamericana; ni organización económica como lo exige la tesis comunista.

Quienes presenciaron la violencia irreligiosa de las convulsiones democráticas creyeron observar una sublevación profana contra la alienación sagrada. Aun cuando la animosidad popular sólo estalle esporádicamente en tumultos feroces o burlescos, una crítica sañuda del fenómeno religioso y un lai­cismo militante acompañan, sorda y subrepticiamen­te, la historia democrática. Sus propósitos explícitos parecen subordinarse a una voluntad más honda —a veces oculta, a veces pública, callada a veces, a ve­ces estridente— de secularizar la sociedad y el mun­do. Su fervor irreligioso, y su recato laico, proyectan limpiar las almas de todo excremento místico.

Sin embargo, otros observadores de sus instantes críticos o de sus formas extremas han repetidamente señalado su coloración religiosa. El dogmatismo de sus doctrinas, su propagación infecciosa, la consa­gración fanática que inspira, la confianza febril que despierta han sugerido paralelos inquietantes. La sociología de las revoluciones democráticas resucita categorías elaboradas por la historia de las religio­nes: profeta, misión, secta. Metáforas curiosamente necesarias.

El aspecto religioso del fenómeno democrático suele explicarse de dos maneras distintas: para la sociología burguesa, las semejanzas resultan del sa­cudimiento que tumultos sociales propagan en los estratos emotivos en donde estiman que la religión se origina; para la sociología comunista, la simili­tud confirma el carácter social de las actitudes reli­giosas. Allí toda emoción intensa asume formas religiosas; aquí toda religión es disfraz de fines sociales.

La sociología burguesa no alcanza la penetración de las tesis marxistas. Las vagas genealogías con que se satisface no se comparan a la identificación precisa que el marxismo define. El rigor del sistema marxista lo precave de equívocos; espejo de la ver­dad, podría decirse que basta invertirlo para no errar.

Las filosofías de la historia, más que síntesis ambi­ciosas son herramientas del conocimiento históri­co. Cada filosofía se propone definir la relación entre el hombre y sus actos.

El problema de la filosofía de la historia es de una generalidad absoluta porque todo objeto de la con­ciencia es acto anterior a la definición de su estatuto metafísico, que es acto también. La manera de definir la relación entre el hombre y sus actos determina toda explicación del universo.

Las definiciones filosóficas de la relación concre­ta son teorías de la motivación humana. Las teorías interrogan los hechos para despertarlos de su iner­cia insignificativa, y penetran, como nexos inteligi­bles, en su masa amorfa. Ninguna teoría es falsa porque la relación concreta es estructura compleja y rica; pero cada una, aisladamente, sacrifica la es­pesa trama histórica a una ordenación arbitraria y descarnada. Para evitar falsificaciones patentes, el historiador emplea, simultánea o sucesivamente, las diversas teorías propuestas: urgencia del instinto, determinación étnica, condicionamiento geográfi­co, necesidad económica, progresión intelectual, propósito axiológico, resolución caprichosa; pero aún si el tacto de la imaginación lo protege de las torpezas sistemáticas, la incoherencia de su proce­dimiento lo limita a una yuxtaposición casual de factores. Las diversas teorías no forman sendos sistemas cerrados, ni su agrupación accidental sobre­pasa aciertos esporádicos y fortuitos.

Toda situación histórica encierra la totalidad de motivaciones posibles (con una predominancia al­ternada), y las concretas configuraciones de motivos dependen de un principio general que las ordena. A cualquier tipo de motivación a que preferencialmente pertenezca, y en cualquier configuración en donde se sitúe, todo acto cualquiera se halla orientado por una opción religiosa previa.

Tanto los encadenamientos lineales de actos de igual especie, como los vínculos entre agrupaciones de actos heterogéneos, son función de su campo religioso. El individuo ignora usualmente la opción primigenia que lo determina; pero el rumbo de sus instintos, la pre­eminencia de tal o cual carácter étnico, la prevalencia de diversas influencias geográficas, la vigencia de determinada necesidad económica, la preponderación de ciertas conclusiones especulativas, la validez de unos u otros fines, la primacía de voliciones distintas, son efectos de una opción radical ante el ser, de una postura básica ante Dios.

Todo acto se inscribe en una multitud simultánea de contextos; pero un contexto unívoco, inmoto y último los circunscribe a todos. Una noción de Dios, explícita o tácita, es el contexto final que los ordena. Y así les va.

La relación entre el hombre y sus actos es una relación mediatizada. La relación entre el hombre y sus actos es relación entre definiciones de Dios y actos del hombre. El individuo histórico es su opción religiosa.

Ninguna situación concreta es analizable sin resi­duos o dilucidable coherentemente mientras no se determine el tipo de fallo teológico que la estruc­tura. El análisis religioso que permite dibujar las articulaciones de la historia, la disposición interna de los hechos, y el orden auténtico de la persona es de carácter empírico, y no presupone, ni para definir­lo, ni para aplicarlo, una fe. Sin presumir la objetividad de la experiencia religiosa, constatan­do tan solo su realidad fenomenal, el análisis la asume, metódicamente, como factor determinante de toda condición concreta.

Sólo el análisis religioso, al sondar un hecho de­mocrático cualquiera, nos esclarece la naturaleza del fenómeno y nos permite atribuír a la democracia su dimensión exacta. Procediendo de distinta manera nunca logramos establecer su definición genética, ni mostrar la coherencia de sus formas, ni relatar su historia.

La democracia es una religión antropoteísta. Su principio es una opción de carácter religioso, un acto por el cual el hombre asume al hombre como Dios.

Su doctrina es una teología del hombre-dios; su práctica es la realización del principio en comporta­mientos, en instituciones y en obras.

La divinidad que la democracia atribuye al hom­bre no es figura de retórica, imagen poética, hipérbole inocente, en fin, sino definición teológica es­tricta. La democracia nos proclama con elocuencia, y usando de un léxico vago, la eminente dignidad del hombre, la nobleza de su destino o de su ori­gen, su predominio intelectual sobre el universo de la materia y del instinto. La antropología democráti­ca trata de un ser a quien convienen los atributos clásicos de Dios.

Las religiones antropoteístas forman un grupo homogéneo de actitudes religiosas que no es lícito confundir con las teologías panteístas. El dios del panteísmo es el universo mismo como vuelo de un gran pájaro celeste; para el antropoteísmo el uni­verso es estorbo o herramienta del dios humano.

El antropoteísmo, ante la miseria actual de nues­tra condición, define la divinidad del hombre como una realidad pasada, o como una realidad futura. En su presente de infortunio el hombre es un dios caí­do o un dios naciente. El antropoteísmo plantea un primer dilema al dios bifronte.

Las cosmogonías órficas y las sectas gnósticas son antropoteísmos retrospectivos; la moderna religión democrática es antropoteísmo futurista. Aquellas son doctrina de una catástrofe cósmica, de un dios desmembrado, de una luz cautiva; ésta es doctrina de una teogonía dolorosa.

El antropoteísmo retrospectivo es un dualismo sombrío; el antropoteísmo futurista, un monismo jubiloso. La doctrina dualista enseña la absorción del hombre en la materia prava[2] y el retorno penoso a su esplendor pretérito; la doctrina monista anuncia la germinación de su gloria. Dios prisionero en la torpe inercia de su carne, o dios que la materia levanta como su grito de victoria. El hombre es ves­tigio de su condición perdida, o arcilla de su condi­ción futura.

Antropoteísmos dualistas y antropoteísmo monista son anomismos éticos. Ambos se compactan en secta de elegidos. Ambos son insurrecciones metafísicas.

La doctrina democrática es una superestructura ideológica, pacientemente adaptada a sus postula­dos religiosos. Su antropología tendenciosa se pro­longa en apologética militante. Si la una define al hombre de manera compatible con su divinidad postulada, la otra, para corroborar el mito, define al universo de manera compatible con esa artificiosa definición del hombre. La doctrina no tiene finali­dad especulativa. Toda tesis democrática es argu­mento de litigante, y no veredicto de juez.

Una breve definición mueve su máquina doctri­nal.

Con el fin de cumplir su propósito teológico, la antropología democrática define al hombre como voluntad.

Para que el hombre sea dios, es forzoso atribuirle la voluntad como esencia, reconocer en la voluntad el principio y la materia misma de su ser. La volun­tad esencial, en efecto, es suficiencia pura. La volun­tad esencial es atributo tautológico de la autonomía absoluta. Si la esencia de un ser no es su voluntad el ser no es causa de sí mismo sino efecto del ser que determina su esencia. Si la esencia humana excede la voluntad del hombre ese excedente lo sujeta a una voluntad externa. El hombre democrá­tico no tiene naturaleza sino historia: voluntad in­violable que su aventura terrestre disfraza pero no altera.

Si la voluntad es su esencia el hombre es libertad pura porque la libertad es determinación autónoma. Voluntad esencial, el hombre es esencial libertad. El hombre democrático no es libertad condicionada, li­bertad que una naturaleza humana supedita, sino li­bertad total. Sólo sus actos libres son actos de su esencia, y lo que aminora su libertad lo corroe. El hombre no puede someterse sin dimitir. Su libertad no prescribe porque una esencia no prescribe.

Como su libertad no es concesión de una volun­tad ajena sino acto analítico de su esencia la auto­nomía de la voluntad es irrestricta, y su soberanía, perfecta. Sólo la volición gratuita es legítima, por­que sólo ella es soberana.

Siendo soberana, la voluntad es idéntica en to­dos. Accidentes que no alteran la esencia nos distin­guen. La diferencia entre los hombres no afecta la naturaleza de la voluntad en ninguno, y una des­igualdad real violaría la identidad de esencia que los funda. Todos los hombres son iguales a pesar de su variedad aparente.

Para la antropología democrática los hombres son voluntades libres, soberanas e iguales.

Después de asentar su definición antropológica la doctrina procede a elaborar las cuatro tesis ideo­lógicas de su apologética.

La primera, y la más obvia, de las ideologías de­mocráticas es el ateísmo patético.

La democracia no es atea porque haya compro­bado la irrealidad de Dios sino porque necesita ri­gurosamente que Dios no exista. La convicción de nuestra divinidad implica la negación de su existen­cia. Si Dios existiese el hombre sería su criatura. Si Dios existiese el hombre no podría palpar su divi­nidad presunta. El Dios trascendente anula nuestra inútil rebeldía. El ateísmo democrático es teología de un dios inmanente.

Para confirmar nuestra divinidad problemática el ateísmo enseña que los otros dioses son inventos del hombre: hijos del terror o del sueño; símbolos de la sociedad o de nuestras raíces obscenas; mitos que cumplen la alienación suprema. La democracia afirma que la carroña de la libertad humana es cuna de los enjambres sagrados.

La idea del progreso es la teodicea[3] del antropoteísmo futurista, la teodicea del dios que despierta desde la insignificancia del abismo. El progreso es la justificación de la condición actual del hombre y de sus ulteriores teofanías.

El ser que reprime, con ritos precarios, el murmullo de su animalidad recalcitrante no cree en su divinidad oculta sino imagina que la materia primitiva es máqui­na productora de dioses. Si un proceso de perfeccionamiento inevitable no suplanta la reiteración del tiempo, si lo complejo no proviene de lo simple, si lo inferior no engendra los términos superiores de las series, si la razón no emerge de una neutralidad pretérita, si la noche no es preparación evangélica a la luz, si el bien no es faz del mal arrepentido, el hombre no es dios. No bastan las recetas que almacena para que su inteligencia presienta, en el cálculo de comportamientos externos, premisas de su omnisciencia futura. No basta la leve impronta de sus gestos sobre la corte­za de la tierra para presumir que la astucia de sus manos le prepara una omnipotencia divina. El progre­so es dogma que requiere una fe previa.

Para garantizar al hombre que transformará el uni­verso y logrará labrarlo a la medida de su anhelo la democracia enseña que nuestro esfuerzo demiúrgico prolonga el ímpetu que solevanta la materia. Que el motor del progreso sea una dialéctica interna, un pasaje de la homogeneidad primitiva a una hetero­geneidad creciente, una serie de emergencias suce­sivas, o el empeño atrevido de un aborto de la necesidad, la doctrina supone que un demiurgo au­sente, desde su inexistencia primera, elabora el ali­mento de su epifanía futura.

La teoría de los valores es la más espinosa empresa de la ideología democrática. Ateísmo y progreso sólo piden una retórica enfática porque la existencia de Dios no es obvia, porque un simple ademán hacia el futuro confirma la fe de un progresista vacilante; mientras que la presencia de valores es hecho que anula los postulados democráticos con insolencia tranquila.

Si placer y dolor ya muestran una independencia inquietante, ¿qué subsiste de nuestra divinidad proclamada si la verdad nos ata a una naturaleza de las cosas, si el bien obliga como un llamamiento irresistible, si la belleza existe en la pulpa del objeto? Si el hombre no es el supremo hacedor de los valores el hombre es un viajero taciturno entre misterios, el hom­bre atraviesa los dominios de un incógnito monarca.

Según la doctrina democrática el valor es un esta­do subjetivo que comprueba la concordancia entre una voluntad y un hecho. La objetividad del valor es función de su generalidad empírica, y su carácter normativo proviene de su referencia vital. Valor es lo que la voluntad reconoce como suyo.

La reducción del valor a su esquema básico pro­cede con astucias diversas. Ciertas teorías prefieren una reducción directa, y enseñan que valor es mera­mente lo que el hombre declara ser. Pero las teo­rías más usuales eligen rutas menos obvias. La función biológica, o la forma social, suplantan la voluntad desnuda y representan su manifestación concreta.

Placer y dolor aparecen como síntomas de una vida que se cumple o que fracasa; el bien es el sig­no de un feliz funcionamiento biológico o de un acto propicio a la supervivencia social; la belleza es indicio de una posible satisfacción de instintos, de una exaltación posible de la vida, o expresión au­téntica de un individuo, reflejo auténtico de una sociedad; verdad, en fin, es el arbitrio que facilita el apoderamiento del mundo. Éticas utilitarias o socia­les, estéticas naturalistas o expresionistas, epistemo­logías pragmáticas o instrumentales intentan reducir el valor a su esquema prepuesto y no son más que artefactos ideológicos que hunden al hombre.

La última tesis de la apologética democrática es el determinismo universal. Para afianzar sus profecías, la doctrina necesita un universo rígido. La acción eficaz requiere un comportamiento previsible, y la indeterminación casual suprime la certeza del pro­pósito. Como el hombre no sería soberano sino en un universo regido por una necesidad ciega, la doc­trina refiere a circunstancias externas los atributos del hombre. Si el mundo, la sociedad y el indivi­duo no son, en efecto, reductibles a meras constan­tes casuales, aún el empeño más tenaz, más inteligente y más metódico puede fracasar ante la naturaleza inescrutable de las cosas, ante la insospechable his­toria de las sociedades, ante las imprevisibles deci­siones de la conciencia humana. La libertad total del hombre pide un universo esclavizado. La soberanía de la voluntad humana sólo puede regentar cadáve­res de cosas.

Como un determinismo universal arrastra la liber­tad misma que lo proclama, la doctrina recurre, para esquivar la contradicción que la anula, a una acro­bacia metafísica que transporta al hombre, desde su pasividad de objeto, hasta una libertad de dios re­pentino.

Al realizarse en comportamientos, en institucio­nes y en obras, el principio democrático procede con severa coherencia. La aparente confusión de sus fenómenos patentiza la extraordinaria constancia de la causa. En circunstancias diversas los rumbos son distintos para que el propósito permanezca intacto. Dos formas sucesivas del principio inspiran la prác­tica democrática: el principio como voluntad sobe­rana o como voluntad auténtica.

No concediendo legitimidad sino a la voluntad gratuita, la democracia individualista y liberal tradu­ce, en norma inapelable, los equilibrios momentá­neos de voluntades afrontadas en un múltiple mercado electoral. El correcto funcionamiento del mercado supone un campo raso expurgado de resabios éticos, escamondado de prestigios pretéritos, limpio de los despojos del pasado. La validez de las decisiones políticas y de las decisiones económi­cas es función de la presión que ejerce la voluntad mayoritaria. Las reglas éticas y los valores estéticos resultan del mismo equilibrio de fuerzas. Los meca­nismos automáticos del mercado determinan las normas, las leyes y los precios.

Para la democracia individualista y liberal la voli­ción es libre de obligaciones internas pero sin dere­cho de apelar a instancias superiores contra las normas populares, contra la ley formalmente pro­mulgada o contra el precio personalmente estable­cido. El demócrata individualista no puede declarar que una norma es falsa sino que anhela otra; ni que una ley no es justa sino que quiere otra; ni que un precio es absurdo sino que otro le conviene. La justicia, en una democracia individualista y liberal, es lo que existe en cualquier momento. Su estructu­ra normativa es configuración de voluntades, su es­tructura jurídica suma de decisiones positivas, y su estructura económica conjunto de actos realiza­dos.

La democracia individualista suprime toda institu­ción que suponga un compromiso irrevocable, una continuidad rebelde a la deleznable trama de los días. El demócrata rechaza el peso del pasado y no acepta el riesgo del futuro. Su voluntad pretende borrar la historia pretérita y labrar sin trabas la his­toria venidera. Incapaz de lealtad a una empresa remitida por los años su presente no se apoya so­bre el espesor del tiempo; sus días aspiran a la dis­continuidad de un reloj siniestro.

La sociedad regida por la primera forma del prin­cipio democrático inclina hacia la anarquía teórica de la economía capitalista y del sufragio universal.

El principio reviste su segunda forma cuando el uso de la libertad amenaza los postulados democrá­ticos. Pero la transformación de la democracia libe­ral e individualista en democracia colectiva y despótica no quebranta el propósito democrático ni adultera los fines prometidos. La primera forma contiene y lleva la segunda como una prolongación histórica posible y como una consecuencia teórica necesaria.

En efecto; si todos los hombres son voluntades li­bres, soberanas e iguales ninguna voluntad puede sojuzgar legítimamente a las otras; pero como la voluntad no puede tener más objeto legítimo que su pro­pia esencia, como toda voluntad que no tenga su esencia por objeto se niega y se anula, cualquier voluntad individual que no tenga por objeto su libertad, su soberanía y su igualdad peca contra su esencia auténtica, y puede ser legítimamente obligada por una voluntad recta a obedecerse a sí misma. No importa que la rebeldía contra su propia esencia sea acto de una sola voluntad, de una multitud de voluntades, de la cuasi totalidad de voluntades existentes en un ins­tante preciso o de la totalidad misma porque la doc­trina democrática necesariamente postula, frente a las voluntades pervertidas e insurrectas, una voluntad ge­neral proba consigo misma, leal a su esencia, cuya legitimidad puede ser representada por una sola vo­luntad recta. Mayoría, partido minoritario o individuo, la legitimidad democrática no depende de un meca­nismo electoral sino de la pureza del propósito.

La democracia colectivista y despótica somete las voluntades apóstatas a la dirección autocrática de cualquier nación, clase social, partido o individuo que encarne la voluntad recta. Para la democracia colectivista y despótica, la realización del propósito democrático prima sobre toda consideración cualquiera. Todo es lícito para fundar una igualdad real que permita una libertad auténtica donde la sobe­ranía del hombre se corona con la posesión del uni­verso. Las fuerzas sociales deben ser encauzadas con decisión inquebrantable hacia la meta apocalíptica, barriendo a quien estorbe, liquidando a quien resista. La confianza en su propósito co­rrompe al demócrata autoritario, que esclaviza en nombre de la libertad y espera el advenimiento de un dios en el envilecimiento del hombre.

La realización práctica del principio democrático re­clama, en fin, una utilización frenética de la técnica y una implacable explotación industrial del planeta.

La técnica no es producto democrático, pero el culto de la técnica, la veneración de sus obras, la fe en su triunfo escatológico, son consecuencias nece­sarias de la religión democrática. La técnica es la herramienta de su ambición profunda, el acto posesorio del hombre sobre el universo sometido. El demócrata espera que la técnica lo redima del pecado, del infortunio, del aburrimiento y de la muerte. La técnica es el verbo del hombre-dios.

La humanidad democrática acumula inventos téc­nicos con manos febriles. Poco le importa que el desarrollo técnico la envilezca o amenace su vida. Un dios que forja sus armas desdeña las mutilaciones del hombre.

Demonios y dioses nacen lejos de la mirada de los hombres, y su infancia se aletarga en moradas subterráneas. La religión democrática anida en las criptas medievales, en la sombra húmeda donde bullen las larvas de textos heréticos.

La predicación clandestina de mitos dualistas no calla bajo el despotismo de los emperadores orto­doxos. Los anatemas conciliares, las sentencias de los prefectos imperiales, los tumultos de la piedad popular, sofocan temporariamente la voz nefanda, pero sus ecos resucitan en villorrios montañeses, en conventículos de ciudades fronterizas y entre las legiones del imperio.

De sus tierras de exilio la evangelización dualista se propaga, lejos de la vigilante burocracia bizantina, hacia los laxos señoríos de Occidente. Las aguas de la turbia riada sumergen sedes episcopales y baten el granito del trono pontificio.

La sombra tutelar y sangrienta del tercer Inocencio restaura la unidad quebrada, pero en tierras aparta­das y distantes, en Calabria, sobre el Rhin, entre te­lares flamencos, una nueva religión ha nacido.

La moderna religión democrática se plasma cuan­do el dualismo bogomilo[5] y cátaro[6] se combina y fusiona con el mesianismo apocalíptico. En los pa­rajes de su nocturna confluencia una sombra ambi­gua se levanta.

En inmensos aposentos de adobe y bitumen[7], crá­neos glabros, inclinados ante el monarca que apre­sa las manos sagradas, entonan himnos de victoria que un salmista plagia para la unción de reyezuelos. Las adulaciones irrisorias se transmutan bajo la lla­mada profética y el ungido terrestre prefigura al ungido divino. Cuando al templo destruído sólo su­cede un templo profano los temas mesiánicos es­parcen su intacta virulencia. La impotencia política azuza la esperanza mesiánica.

Mondado de sus excrecencias carnales, el mesia­nismo transmite a la Iglesia, sin embargo, el germen de sus terribles avideces. Muchedumbres esperan el descenso de la ciudad celeste y la primera encarna­ción del Paracleto[8] anuncia, entre profetisas desnu­das, las cosechas kiliásticas[9].

La expectativa de un terrestre reino de los santos exalta la piedad de solitarios y la miseria de las tur­bas. Anhelos del alma y venganzas de la carne em­briagan, con sus jugos ácidos, corazones contritos y vanidades crispadas. El mesianismo vulgar se nutre de los más nobles sueños y de las pasiones más viles.

Pero aún los mesianismos carnales esperan, como un don divino, la floración sangrienta. Los milenarismos militantes son arrebatos de impaciencia huma­na y no simulacros de omnipotencia divina.

Solamente cuando el rector de la horda geme­bunda, el constructor de la Jerusalén celeste, el juez del tribunal irrecusable, es el hombre mismo, el hom­bre solo; cuando el dios caído de las heterodoxias gnósticas se confunde con la hipóstasis soteriológica[10] de la teología trinitaria; solamente cuando el Mesías prometido es la humanidad divinizada; solamente entonces el hombre-dios de la religión democrática se yergue, lentamente, de su lodo humano.

 Al abandonar la penumbra de su incubación furtiva, la religión democrática se propaga a través de los siglos elaborando, con maligna astucia, la superestructura colosal de sus ideologías sucesi­vas. Hija del orgullo humano, todo lo que inflama el orgullo enciende la fuliginosa antorcha. Su pro­pagación no requiere sino que el orgullo fulgure porque una nube fugaz vela el sol inteligible. Pero el orgullo mismo crea las tinieblas donde sólo su propia luz resplandece.

Toda conversión acaece en las recámaras del alma, donde la libertad se rinde a las instigaciones del orgullo. Nada existe que no pueda seducirnos; una virtud que se deslumbra a sí misma, un vicio que se desfigura a sus propios ojos. Basta que un solo tema nos adule para que acatemos la doctrina entera. Cuando hemos sucumbido a la servil insidia, el des­orden aparente de nuestros actos obedece a una presión que lo orienta.

Como la doctrina democrática puede exhibir en cualquier instante y en cualquier individuo la suma íntegra de sus consecuencias teóricas, su historia no presenta un desenvolvimiento doctrinal sino una progresiva posesión del mundo.

La democracia registra su bautismo sobre la faz escarnecida de Bonifacio VIII. El gesto procaz envuelve en la púrpura de su insulto, como en un sudario pontificio, el Sacro Imperio[11] agonizante y la sombra indiferente de los grandes papas medieva­les. Los legistas cesáreos[12] resucitan para restaurar la potestad tribunicia. El estado moderno ha nacido.

La proclamación de la soberanía del estado nece­sita varios siglos pero las reformas políticas y los separatismos religiosos que la preparan son suce­sos que una firme voluntad usurpa o elabora. Los estados nacionales son retorta del estado soberano.

Antes de decretar la soberanía del hombre, la empresa democrática deslinda el recinto donde la promulgación parezca lícita. En el laberinto jurídico del estado medieval la predicación tropieza contra la libertad patrimonial de algunos, contra las usur­paciones sancionadas de otros, contra los fueros naturales de todos. Pero el estado que se estima solo juez de sus actos e instancia final de sus plei­tos, que no acata sino la norma que su voluntad adopta y cuyo interés es la suprema ley, puede cons­tituirse en dios secularizado.

Al proclamar la soberanía del estado, Bodin conce­de al hombre el derecho de concertar su destino. El estado soberano es la primera victoria democrática.

El estado soberano es un proyecto jurídico que el absolutismo monárquico realiza; y los legistas del rey de Francia no son los servidores de una raza sino de una idea. El monarca combate los poderes feudales, los fueros provinciales, los privilegios ecle­siásticos —para que nada restrinja su soberanía— por­que el estado debe abolir todo derecho que pretenda precederlo, toda libertad que pretenda limitarlo. La jurisdicción monárquica invade las jurisdicciones señoriales; la autoridad pública suprime la autono­mía comunal; el reformismo estatal reemplaza la lenta mutación de las costumbres; y el despotismo legis­lativo suplanta estructuras contractuales y pactadas. El absolutismo enerva las fuerzas sociales y fabrica una burocracia centralista que, al usurpar la función política, transforma los súbditos del rey en siervos del estado.

La soberanía del estado moderno se plasma en pluralismo de estados soberanos en cuyo inestable equilibrio incuba la virulencia nacionalista que co­rona sendos centralismos sofocantes con imperialis­mos truculentos.

Como todo episodio democrático suscita, en sus más fervientes propulsores, un espasmo de angustia ante la pretensión que se desenmascara, cada forma de la doctrina comporta una copia negativa que parece, tan solo, su imagen descolorida y pálida, pero que es, en verdad, un reflejo reaccionario ante el abismo. A medida que las supervivencias medie­vales se extinguen, la historia de la democracia se reduce al conflicto entre su principio puro y sus re­celos reaccionarios, larvados en supositicias[13] alterna­tivas democráticas.

A la soberanía del estado contesta el derecho di­vino de los reyes, que no es formulación religiosa del absolutismo político sino la más eficaz manera doctrinal de negarlo. Proclamar el derecho divino del monarca es desmentir su soberanía y repudiar la irrecusable validez de sus actos. Sobre el monarca de derecho divino imperan, jurídicamente, con la religión que lo unge, el derecho natural que lo pre­cede y la moral que lo conmina.

El cadalso del trágico Enero alzaría una imagen meramente patética si hubiesen asesinado tan solo un delegado impotente del despotismo monárquico, pero la imposibilidad de ratificar un cisma, violentan­do su conciencia, lleva al Borbón flácido y tonto [Luis XVI], entre el silencio de cien mil personas, y bajo el redoble de tambores, hasta el más noble de sus tronos.

La segunda etapa de la invasión democrática se ini­cia cuando el hombre reclama, en el marco del estado soberano, la soberanía que la doctrina le concede.

Toda revolución democrática consolida al estado. El pueblo revolucionario no se alza contra el estado omnipotente sino contra sus posesores momentáneos. El pueblo no protesta contra la soberanía que lo opri­me sino contra sus detentadores envidiados. El pue­blo reivindica la libertad de ser su propio tirano.

Al proclamar la soberanía popular, Rousseau anti­cipa su realización plenaria pero forja la herramien­ta jurídica de las codicias burguesas.

El heredero de las soberanías estatales, el monar­ca pululante de las sociedades allanadas, se precipi­ta sobre un mundo cedido a la avidez de su apetito utilitario. La tesis de la soberanía popular troza los ligamentos axiológicos de la actividad económica para que suceda a la búsqueda de un sustento con­gruo el afán de una riqueza ilimitada. La expansión burguesa agarrota el planeta en la red de sus trajines insaciables.

La era democrática presenta un incomparable de­sarrollo económico porque el valor económico es parcialmente dúctil a los postulados democráticos. El valor económico tolera una indefinida dilatación caprichosa y su núcleo sólido se expande en elásti­cas configuraciones arbitrarias. El hombre no es soberano, tampoco, de los valores económicos; pero la posible alternancia de todos, y el carácter artifi­cial de muchos, permiten que el hombre presuma, ante ellos, una soberanía que el resto del universo le niega. El valor económico es el menos absurdo emblema de nuestra soberanía quimérica.

Un notorio predominio de la función económica caracteriza la sociedad burguesa, donde la econo­mía determina la estructura, fija la meta y mide los prestigios. El poder económico en la sociedad bur­guesa no acompaña meramente, y da lustre, al po­der social, sino lo crea; el demócrata no concibe que la riqueza, en sociedades distintas, resulte de los motivos que fundan la jerarquía social.

La veneración de la riqueza es fenómeno demo­crático. El dinero es el único valor universal que el demócrata puro acata porque simboliza un trozo de naturaleza servible y porque su adquisición es asig­nable al solo esfuerzo humano. El culto del trabajo con que el hombre se adula a sí mismo es el motor de la economía capitalista; y el desdén de la riqueza hereditaria, de la autoridad tradicional de un nom­bre, de los dones gratuitos de la inteligencia o la be­lleza, expresa el puritanismo que condena, con orgullo, lo que el esfuerzo del hombre no se otorga[14].

La tesis de la soberanía popular entrega la dirección del estado al poder económico. La clase portadora de la esperanza democrática encabeza, inevitablemente, su agresión contra el mundo. El sufragio universal elige, en sus comicios, los más vehementes defen­sores de las aspiraciones populares; pero los parla­mentarios elegidos gobiernan, con la burguesía que absorbe los talentos, para la burguesía que multipli­ca la riqueza.

Los mandatarios burgueses del sufragio prohíjan el estado laico para que ninguna intromisión axiológica perturbe sus combinaciones. Quien tolera que un reparo religioso inquiete la prosperidad de un negocio, que un argumento ético suprima un ade­lanto técnico, que un motivo estético modifique un proyecto político, hiere la sensibilidad burguesa y traiciona la empresa democrática.

La tesis de la soberanía popular entrega, a cada hombre, la soberana determinación de su destino. Soberano, el hombre no depende sino de su capri­chosa voluntad. Totalmente libre, el solo fin de sus actos es la expresión inequívoca de su ser. La rapiña económica culmina en un individualismo mezqui­no, por el cual la indiferencia ética se prolonga en anar­quía intelectual. La fealdad de una civilización sin estilo patentiza el triunfo de la soberanía promulga­da, como si una vulgaridad impúdica fuese el trofeo apetecido por las faenas democráticas.[16] En las llamas de la proclamación inepta, el individuo arroja, como ropajes hipócritas, los ritos que lo amparan, las con­venciones que lo abrigan, los gestos tradicionales que lo educan. En cada hombre liberado, un simio ador­mecido bosteza y se levanta.

La aprensión reaccionaria, que provoca cada epi­sodio democrático, inventa la teoría de los derechos del hombre y el constitucionalismo político para alambrar y contener las intemperancias de la sobe­ranía popular.

Las consecuencias de la tesis espantan a quienes la proclaman y les sugiere remediar su error ape­lando a imprescriptibles derechos del hombre. El proyecto revela su origen reaccionario a pesar de su endeble argumentación metafísica porque subs­traer al pueblo soberano una fracción de su poder presunto, por medio de una declaración solemne de principios o de una constitución taxativa de de­rechos, es una felonía contra los postulados democráticos.

El liberalismo político hereda el ingrato deber de sofrenar las pretensiones que parcialmente com­parte. La confusión intelectual que lo caracteriza y la lealtad dividida que lo enerva le impiden aco­gerse a su franca estirpe reaccionaria, y lo desig­nan, como víctima estupefacta e inerme, a la violencia democrática. Pero el liberalismo mantu­vo, a pesar de su incompetencia teórica, vestigios de sagacidad política.

La tercera etapa de la conquista democrática es el establecimiento de una sociedad comunista.

El esquema clásico del Manifiesto no requiere rec­tificación alguna: la burguesía procrea el proletaria­do que la suprime.

La sociedad comunista surge del proceso que en­gendra un proletariado militante, una agrupación so­cial pulverizada en individuos solitarios y una economía cuya integración creciente necesita una autoridad coordinada y despótica; pero tanto el pro­ceso mismo como su triunfo político resultan del propósito religioso que lo sustenta. El comunismo no es una conclusión dialéctica, sino un proyecto deliberado.

En la sociedad comunista la doctrina democráti­ca desenmascara su ambición. Su meta no es la feli­cidad humilde de la humanidad actual sino la creación de un hombre cuya soberanía asuma la gestión del universo. El hombre comunista es un dios que pisa el polvo de la tierra.

Pero el demiurgo humano sacrifica la libertad posible del hombre en aras de su libertad total. Si la indocilidad de la carne irrita su benevolencia divi­na, y reclama una pedagogía sangrienta, el mito que lo embriaga le certifica la inocencia del terror. Sin embargo, un entusiasmo pueril lo protege, aún, de las abyecciones postreras.

El propósito democrático extingue, lentamente, las luminarias de un culto inmemorial. En la soledad del hombre, ritos obscenos se preparan.

El tedio invade el universo donde el hombre no halla sino la insignificancia de la piedra inerte o el reflejo reiterado de su cara lerda. Al comprobar la vanidad de su empeño, el hombre se refugia en la guarida atroz de los dioses heridos. La crueldad so­laza su agonía.

El hombre olvida su impotencia y remeda la om­nipotencia divina ante el dolor inútil de otro hom­bre a quien tortura.

En el universo del dios muerto y del dios aborta­do, el espacio, atónito, sospecha que su oquedad se roza con la lisa seda de unas alas.

Contra la insurrección suprema una total rebeldía nos levanta. El rechazo integral de la doctrina de­mocrática es el reducto final, y exiguo, de la libertad humana. En nuestro tiempo la rebeldía es reaccio­naria o no es más que una farsa hipócrita y fácil.


[1] m. Obra literaria, en verso o prosa, compuesta con sentencias y expresiones de autores diversos. (Real Academia de la Lengua).

[2] Adjetivo: Perverso, malvado y de dañadas costumbres. (Real Academia de la Lengua).

[3] Teodicea es el tratado o estudio o discurso “natural” sobre dios: lo que el hombre, sin nada que considere revelación o palabra venida de “fuera”, puede decir sobre el ser o los seres superiores.

[4] Determinismo significa  rigidez, invariabilidad, funcionamiento mecánico perfectamente gobernable, leyes inmutables operantes en las cosas. Sin esto el hombre no sería “rey”, no podría gobernar, su voluntad libre sería como una burla.

[5] Esta curiosa palabra significa amigo de Dios y es de procedencia eslava. Gómez Dávila se refiere a las ideas dualistas nacidas en Bulgaria en la mente de un sacerdote que así mismo se llamó de ese modo.

[6] Los cátaros fueron unos herejes del cristianismo que, por criticar la estructura de la Iglesia y el ejercicio del poder de los eclesiásticos, y llamándose a sí mismo puros (eso significa el nombre) terminaron adoptando una fe distinta de la cristiana, maniquea.

[7] Betún.

[8] El Espíritu Santo, llamado así por ser abogado.

[9] Kliasta o milenarista es quien mantiene la creencia en un reinado político de Jesucristo que durará mil años (de allí ambos nombres).

[10] Soteriología es, en teología, el estudio de la salvación operada por Jesucristo, segunda persona de la Santísima Trinidad encarnada como hombre perfecto. Hipóstasis es la palabra griega para persona. Unión hipostática es la que ocurrió en Jesucristo, una sola persona (la Segunda de la Santísima Trinidad) pero con dos naturalezas.

[11] Sacro Imperio Romano-Germánico se llamó el Imperio cristiano que “siguió” al Imperio Carolingio, que fue, a su vez, el intento de restablecer el antiguo Imperio Romano cristiano.

[12] Los conocedores y redactores de las leyes imperiales del César.

[13] Supuestas o fingidas.

[14] El puritanismo, aunque debería aceptar sus tesis fundacional protestante de la condición actual como señal de predestinación o condenación, rinde un culto espantoso al esfuerzo, al trabajo, a la obra de las propias manos: una especie de adoración al yo creador de la propia gloria.

[15] Quien no vea aquí el logro institucional y hecho cultura de la tentación satánica y de su consecuente control del mundo, tan notorio incluso sin comprender esta odiosa causa, o es un demócrata establecido en el poder, o es un rico avariento gozoso con su riqueza o su insaciable sed de ellas, o ya se ha creído un dios y no quiere que lo destronen del Olimpo en el que se ha instalado, imaginativamente, claro, pero con efectos bien reales.

[16] Se entiende así la defensa cerril del propio gusto para conservar la propia elección: tan solo “buena” por ser propia, sin autoridad concedida a nadie distinta del yo soberano.

NGD


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