Las últimas elecciones –y probablemente también las presidenciales de este año- han demostrado que no sólo los ciudadanos más jóvenes en edad de votar, sino también una fracción importante de los más adultos, parecen no interesarse en lo más mínimo en los asuntos públicos, en las decisiones que los gobernantes toman o en quienes gobiernan.
Las diversas causas y efectos de ésta notoria desafección ya han sido mencionados en diversos artículos: creciente distanciamiento entre las bases partidarias y las elites dirigentes, disminución de la representatividad política del sistema electoral, falta de competencia política, disminución de la participación ciudadana, reducción y cooptación del campo político por parte de sectores reducidos, y perdida de legitimidad de los gobiernos y del régimen político.
Pero existen otros dos factores, tanto o más importantes que los anteriores, que juegan un rol esencial en cuanto al desarrollo de este fenómeno:
La despolitización de la política -en sentido de Hannah Arendt- y la apolitización de los individuos como una forma de ideología política.
La despolitización de la Política implica la supresión de la deliberación, del ágora, como aspecto esencial y constitutivo de ésta, lo que da paso a su negación, a una política sin contenido, donde los individuos -otrora ciudadanos (entendidos como aquellos miembros de una comunidad política, que cuentan con el derecho y la disposición de participar inclusiva, pacífica y responsablemente, con el objetivo de optimizar el bienestar público)- se convierten en receptores pasivos de productos políticos vacíos.
Así entonces, se produce la apolitización de los sujetos, que consiste en su irracionalidad en cuanto zoon politikon. Sus decisiones –reducidas y parcializadas a decisiones electorales- pierden todo carácter racional y se tornan viscerales.
Eso se ve reflejado en que a nivel de oferta política, el “mercado” de ideas y proyectos políticos se empobrece, se reduce y simplifica al máximo, mientras las alusiones a la imagen y simpatía del candidato –que se tornan tránsfugas- se vuelven la clave de la decisión política de los votantes.
La apolitización se ha sustentado en base a los medios de comunicación masiva y a un sistema de educación –público y privado- que ha eliminado la función de la educación como institución clave para el sustento de una democracia saludable y de cualquier proyecto político.
Los primeros se han convertido en un instrumento de subinformación y desinformación (Sartori) a base de un manejo de la información a favor de lo escandaloso o sensacionalista (Bourdieu), despolitizando el contenido de la información y con ello a los sujetos, eliminando la reflexión de éstos acerca de la sociedad.
Lo anterior ha contribuido a la eliminación de cualquier noción de conflicto o polémica en cuanto relaciones sociales, en desmedro de cualquier intento de análisis de la realidad social compleja.
El sistema educacional por otro lado, ha sido desligado casi totalmente de su función de formar ciudadanos, y se ha centrado exclusivamente -en base a las lógicas de la división del trabajo- en formar sujetos aptos para responder a las demandas del aparato productivo. Sin embargo, esto ha implicado su reducción y aislamiento a dichas funciones específicas, atomizándolos y alienándolos en tanto miembros de una comunidad política.
Se constituye así una neutralidad política mal entendida que se traduce en apatía política y en la reducción de la política a procedimientos como el voto o las encuestas de opinión.
El “ex ciudadano” entonces se vuelve un idiota, que sin ideología, ni una base ni preferencia política, ni con la capacidad de debatir e intercambiar ideas, decide los asuntos públicos simplemente en base a cuánto se estimulan sus sentidos más inmediatos por medio del marketing.
Lo cierto es que la democracia no se compone sólo de procedimientos e instituciones sino que su base esencial se constituye en torno a individuos dialogantes, interesados y participes de los asuntos públicos.
Cualquier sistema jurídico, político y económico, y en definitiva social, depende de sus componentes particulares, implicados en su funcionamiento y preservación. “No habrá constitución ni instituciones públicas, por justas que sean, capaces de ejercer eficientemente el control social y de mantener el Estado de derecho sin la voluntaria cooperación de una ciudadanía consciente” (Salmerón, 2006; 60).
En otras palabras, y considerando los índices de desafección, la democracia chilena estaría sustentándose en un futuro no muy lejano en nada más ni nada menos que en idiotas, en el sentido estrictamente griego.
La democracia chilena se está enfermando paulatina y solapadamente ante la vista y paciencia de parte importante de las clases políticas, sobre todo sus elites, que parecen no notarlo o hacer vista gorda a fenómenos que denotan los inicios de una crisis de representatividad futura.
La utopía irrenunciable es cambiar todo lo anterior y lograr que los ciudadanos se vuelvan parte de la polis, que el ágora se reconstituya como un espacio público abierto para todos, y no cooptado sólo por algunos.
Que la democracia sea tal, y no una ilusión donde se esconde su paulatina desaparición.