Nadie dijo nunca que jugar a la democracia fuera fácil, y el caso de Túnez es un ejemplo claro. Cuando el Gobierno perdió una moción de confianza en el parlamento y se vio obligado a apartarse del poder el pasado sábado 30 de julio, ya se hablaba del naufragio de la joven democracia tunecina. Sin embargo, la única flor que germinó de aquella primavera árabe que pronto se convirtió en invierno, Túnez, ha sobrevivido con tropiezos pero estoicamente a estos cinco años posrevueltas.
Y es que cuando Mohamed Bouazizi se quemó a lo bonzo en un pequeña ciudad del interior del país, Sidi Bouzid, en diciembre de 2010, nadie -ni siquiera él, por supuesto- podía imaginar que cinco años después Túnez sería completamente distinto. Las revueltas se extienden y acaban por provocar la huida apresurada del autócrata Ben Ali en enero de 2011, tras lo cual se inicia un largo proceso de transición a la democracia que todavía no ha acabado.
Unos partidos recientemente legalizados concurrirían entonces a elecciones a la Asamblea Constituyente, que se encargaría del proyecto legislador y que -a pesar de retrasarse dos años de lo que estaba previsto- terminó de redactar la nueva Constitución en octubre de 2014.
En este marco parlamentario los principales partidos de la recién liberada Túnez, en especial el islamista moderado Ennahda (renacimiento) y el secular progresista Congreso para la República (o CPR por sus siglas en francés) dieron un ejemplo de buena voluntad al repartirse los cargos de primer ministro y presidente respectivamente.