► Imprimir
Por Ricardo Kirschbaum
La simple pregunta sobre si la democracia, en su aspecto más profundo como la conciben los occidentales, puede aplicarse en los hoy convulsionados países árabes, no tiene una unívoca respuesta.
A la vista de las experiencias “democratizadoras” últimas, como Afganistán e Irak, el transplante de un sistema sobre estructuras de poder que responden históricamente a otra lógica no han sido, precisamente, exitosas. El masivo reclamo de libertad que los pueblos magrebíes están manifestando ya ha triunfado en Túnez, derrumbando un gobierno prooccidental de más de 23 años, y ahora, más importante, en Egipto, donde Mubarak tiene las horas contadas.
Estados Unidos enfrenta así un dilema: apoyar este irrefrenable movimiento democratizador aun cuando esa ola se lleve a su aliado más importante en la explosiva ecuación de Medio Oriente. En el caso de Egipto, el precipitado ocaso de Mubarak pondrá a prueba la capacidad del ejército egipcio, verdadero sostén desde 1952 con Nasser, de mantener la orientación moderada y sostener los acuerdos de paz con Israel.
Egipto sigue siendo clave por el canal de Suez, una cuestión estratégica que Washington y sus aliados esperan que quede en manos amigas. Está claro que si ello no sucede, la posibilidad de un conflicto bélico allí es más que probable.
Washington, sin embargo, como Londres cuando irrumpió Nasser, no puede garantizar nada todavía, aunque confía en que los militares podrán encontrar una fórmula que resuelva este brete. Las manifestaciones populares van, por ahora, contra el régimen, no contra el Ejército. Pero es la política la que debe resolver esta etapa de la crisis. Y la democracia supone, paradójicamente, un peligro para los intereses de quienes la promueven como pantalla para otros fines.
Fuente: clarin.com