Salvador Rueda, director de la agencia de ecología urbana de Barcelona, explicaba hace poco un proceso que me llamó mucho la atención. Hablaba de la evolución de los núcleos urbanos y del papel que han venido jugando las personas en el mismo. Cuando nacieron las primeras grandes urbes, las personas jugaban el rol de ciudadanos. Ellos eran quienes gobernaban las calles, ellos eran el centro de las metrópolis; las infraestructuras estaban diseñadas para ellos.
Pero las urbes han evolucionado mucho en los últimos tiempos y eso ha provocado también que el rol de la persona haya cambiado. Ahora las personas ya no son ciudadanos, su nuevo papel es el de peatón. Aquello de caminar libremente por donde uno quería, sentarse a contemplar buenas vistas, disfrutar de una conversación en cualquier lugar, comprar en el supermercado del bajo de tu casa,... se ha complicado enormemente. El protagonismo de la persona ha quedado relegado a un segundo plano y han sido los coches los que han llevado al hombre a las aceras y a sitios donde no interrumpan el tráfico. Sólo sitios como los pasos de cebra se han convertido en pequeños reductos de poder para el peatón, pero el que manda es el automóvil.
Este paulatino proceso de deshumanización de las ciudades parece querer invertirse de nuevo. El final de un ciclo se acerca y la persona reclama el protagonismo perdido. Cada día los espacios verdes, las calles peatonales, los carriles bici, ... comienzan a cobrar mayor importancia. Piden a gritos ese espacio que la persona necesita para poder vivir sin obstáculos, dueños del tiempo y del espacio.
Esta deshumanización no sólo es patrimonio de los espacios urbanos. Las empresas no han sido ajenas a esta tendencia, y al igual que los coches, toda una serie de actividades y modas han llevado a la persona a un segundo plano.
En el pasado, cuando el ser humano se dedicaba a actividades primarias, las personas dominaban su entorno. Eran artesanos, controlaban el proceso de principio a fin. Este tipo de actividades facilitaban la búsqueda del sentido a la tarea. Con el tiempo, irrumpieron en la vida del hombre nuevas formas de hacer las cosas. El proceso comenzó a deshacerse en partes, esas partes fueron a su vez divididas en subpartes, a éstas se les impuso un responsable con gente a su cargo a la que se tenía que controlar para que hiciese las cosas de manera correcta. El proceso se fue deshumanizando poco a poco, provocando una pérdida de sentido y una relegación de la persona a papeles secundarios. Pasó de ser el protagonista, a ser un recurso más.
Pero como todo en esta vida, las cosas tocan a su fin, caducan, y ese modelo de deshumanización, que respondió a necesidades concretas, comienza a perder sentido. Las personas y las empresas de este siglo reclaman algo diferente. Es como si de repente aquellos artesanos de antaño reclamasen su protagonismo. La lentitud, el control, la maestría, el significado, ... son de nuevo los ingredientes que las personas necesitan para sentirse dueños de su trabajo.
Artesanos del siglo XXI, personas que aman lo que hacen. Ya no vale cualquier cosa. La persona pide paso, no quiere ser un recurso. Eso de recursos humanos está un tanto obsoleto. La tendencia nos lleva a una persona diferente, una persona que no quiere ser peatón, quiere poder caminar libremente, quiere interactuar con su entorno de una manera libre sin tener que mirar a los lados por si lo atropellan.
En este nuevo urbanismo empresarial hace falta gente como Salvador Rueda capaz de entender y ver lo que está sucediendo. Profesionales capaces de diseñar nuevos entornos sin semáforos, sin pasos de cebra, con grandes espacios verdes donde haya cabida para todo tipo de ideas, géneros, razas, maneras de hacer y entender las cosas. Lugares donde la libertad y la autenticidad sean la bandera.
Las nuevas urbes empresariales han comenzado a construirse. Los más hábiles se adelantarán y esto les permitirá diferenciarse del resto, porque ¿a que no es lo mismo Copenhague que el Congo?.