Hace años nació el consumismo, hijo predilecto del sistema capitalista liberal, que fue creciendo, poco a poco, hasta convertirse en la principal amenaza para la vocación religiosa de la Navidad. Ese niño empezó a tragar y tragar, a devorar, año tras año, la costumbre de regalar e intercambiar presentes en Navidad, hasta convertirse en el Gargantúa de esta tradición.
No sospechábamos, en aquella ingenua época, que la cosa se complicaría más. Me refiero a que la irrupción, pero sobretodo, el crecimiento exponencial de las redes sociales está desnaturalizando el espíritu de la Navidad gracias a su agente más nocivo: la publicidad y el marketing.
Vivimos en una era digital, en la que la publicidad ya es, fundamentalmente, también digital. Los actuales gigantes tecnológicos, y en particular, las omnipresentes redes sociales (Facebook, Instagram, Tik Tok, etc.) en un principio no tuvieron muy claro cual sería su modelo de negocio. A Google, que estuvo en el mismo caso y llegó antes de ellas, le fue bien con la publicidad, así que la mencionadas no se quebraron demasiado la cabeza y decidieron seguir la misma senda.
Esta tendencia empieza a convertirse en un problema cuando la publicidad se segmenta y personaliza, puesto que influye más en el individuo, que ajeno a esta estrategia, no deja de ser bombardeado con anuncios cada vez más efectivamente dirigidos a él.
El resultado es una desnaturalización de la Navidad. Por un lado, sigue incrementándose el consumismo (que ya nos parecía excesivo años atrás), que conlleva la no menos perniciosa promoción de una mentalidad materialista: dada la constante exposición a anuncios de productos y ofertas, el valor de la Navidad termina por medirse en función de la cantidad y calidad de los regalos, invitaciones y favores recibidos. A su vez, las publicaciones, sean publicitarias o sean de otros usuarios, generan una expectativa idealizada de cómo debe ser la Navidad. Consecuentemente, se genera un estrés por alcanzar esa supuesta felicidad navideña, que puede llevar a sentimientos de insuficiencia, decepción, incluso ansiedad, lo que en definitiva no hace más que mermar nuestra salud mental.
No es solo el gasto excesivo, en cosas perfectamente prescindibles y a precios bien inflados. Es el relato, el ecosistema, que se ha creado respecto a la Navidad, en donde tenemos desde el histórico hay que ser felices por obligación, al no menos hay que hacer felices a los demás, al menos un ratito (el "siente usted a un pobre en su mesa" que inmortalizó Berlanga en su mñagnífica "Plácido"). Desde tengo que tener la casa perfecta (véase la moda de decorar de leds y lucecitas, de todo tipo de color y formas, por toda la fachada de la casa) a disfrutar de unas vacaciones en destinos desmesuradamente navideños, de la que se dará buena cuenta a través de fotos, videos y selfies en las rede sociales.
De manera que, este constante bombardeo de publicidad desvía la atención de esencia navideña, de lo que realmente siempre ha sido: un tiempo para compartir con la familia y amigos, que nos permita reflexionar sobre el verdadero espíritu de la Navidad.
El mayor temor de Facebook o Instagram o Twitter (me resisto a llamarlo X) no es tener que competir unas contra las otras. Su principal enemigo es que le dediquemos tiempo a nuestros amigos y familiares, es que invirtamos nuestro tiempo en nuestra vida, en nuestros intereses y metas. El mayor temor de la redes sociales es nuestro desapego; es que no les hagamos caso.
E l tiempo dedicado a navegar por las redes sociales y ver anuncios reduce el tiempo de calidad que se pasa con los seres queridos, pero recuerden: ustedes tiene el poder. ¡Usénlo!