
Hay algo de soledad en las mudanzas. Cuando echas el último vistazo a la casa, que ya está vacía y recogida y, al mismo tiempo, llena de recuerdos que enmudecen mientras cierras la puerta. Algo así es lo que pasa cuando eres tú el que se despide. El que deja, al fin, de ser el monstruo de Luis Alberto de Cuenca. Te gustaría, en ese último vistazo, resumir tus cuatro años de vivencias. No olvidarlos, pero sí ponerles un punto y aparte. Un broche final. Darle las gracias a los que te han ayudado a pasar de Chewbacca a Princesa Leia. Prometer que vas a seguir comiendo de ese queso los próximos veintitantos años. Te sientes extraña. Aunque sólo te mudes al piso de arriba. Feliz. Borracha, aunque no hayas bebido más de un sorbo de vino. Pletórica de fuerza y, al mismo tiempo, algo débil. Porque es tu día. Hoy la luz de la luna te ilumina a ti. Hoy eres tú la que cierra la puerta y sube a amueblar la nueva casa. Y casi puedes oír al monstruo respirando en la penumbra.
